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¿Quieres que te cuente una historia de esas para no dormir? Ahí va una. Juan Luis Cebrián lo tiene claro: la revolución digital no es solo una marejada,es una sacudida sísmica que hace palidecer a la que en su día provocó la imprenta. En una entrevista con «The Objective», Cebrián no escatimó en palabras: «La imprenta —afirmó— fue un motor colosal que impulsó la cultura, la economía y el desarrollo, pero también fue el detonante que provocó las guerras de religión. Cuando las Biblias llegaron a los hogares, los monjes dejaron de ser los únicos que guiaban la interpretación de la palabra sagrada, y lo que siguió fue un pandemonio de dos siglos de carnicerías religiosas.

La Ilustración, con su luz cegadora, logró templar los ánimos, en parte gracias a la aparición de algo similar a un periódico. Fue entonces, con la llegada de la democracia industrial, cuando los medios de comunicación se erigieron en los ingenieros de la opinión pública, la piedra angular de la democracia representativa. No olvidemos que, en la Revolución Francesa, la prensa ocupaba el cuarto estamento. Pero hoy, el escenario ha cambiado: la opinión pública ya no es un producto exclusivo de los medios; ahora son las redes sociales, las plataformas y los influencers quienes han tomado el control. Los medios, otrora gigantes de la comunicación, se ven obligados a beber del veneno digital. Esta inversión del orden natural ha desatado una crisis profunda en la prensa, la radio y la televisión, porque el 90 por ciento de la publicidad se la lleva Internet. Y en este nuevo juego, lo que importa no es la calidad de la información, sino el sonido hueco de los clics».

Agustín Fernández Mallo ofrece una metáfora certera en su ensayo «La forma de la multitud»: «En el fútbol, los goles los marca el árbitro». Esta sentencia encapsula la esencia misma de la revolución digital: el desmantelamiento del viejo modelo centralizado, la muerte del árbitro, del mediador que dictaba las reglas del juego.

La centralización, ese monstruo de mil cabezas, consistía en delegar el poder político, jurídico, económico y mediático en unas pocas manos, mientras el individuo, el ciudadano de a pie, no era más que una marioneta muda. Pero la Primavera Árabe hizo saltar la banca. Ahora, cualquier hijo de vecino con un tuit bien lanzado puede provocar un tsunami mediático tan potente como el de un presidente de gobierno o el magnate dueño de un fondo. Este nuevo modelo digital, con sus interacciones inmediatas y descentralizadas, ha desatado un vórtice entrópico que ha llevado a muchos al borde de la alienación. Incluso Pedro Sánchez, tras cinco días de reflexión, se lanzó a la palestra para arremeter contra el «lawfare», con la intención de recuperar las riendas mediante la política, es decir, volver a centralizar, a arbitrar, a restaurar el viejo orden, el cable, el wifi, y todo lo que nos mantenía anclados al modelo conocido.

Pero Sánchez se enfrenta a una quimera de otro calibre, como Peter Thiel, Elon Musk, Bill Gates o Mark Zuckerberg, quienes han decidido jugar a un juego muy diferente. Estos aprendices de brujo, para quienes compartir información es un acto de fe, están dinamizando el viejo modelo centralizado, haciéndolo parecer una reliquia de tiempos arcaicos. Así que Cebrián, alias el Curtido, no se equivoca cuando señala que la era digital es una revolución en toda regla, con todo lo que ello implica.