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En la película «La hora de los valientes» (guión y dirección de Antonio Mercero, 1998) vemos a un celador del museo del Prado de nombre Manuel, interpretado por Gabino Diego, protegiendo un autorretrato de Goya. A lo largo de esta estupenda película vemos una comida campestre a las afueras de Madrid donde se sirvió gato por conejo. Algunos comensales lo sabían o lo intuían dada la penuria gastronómica de aquellos días, por eso imitaban la voz del gato, la onomatopeya miau miau miau. Curiosamente no se suele decir conejo por gato o gato por conejo si no gato por liebre.

En La Habana (Cuba) pregunté por qué no se veían gatos y me contestaron: «porque están mu buenos». El asado o la cazuela es el destino de todo gato que se le ocurre asomar los bigotes por allí. En el libro de Carmen Casas «Comer en Catalunya», página 43-44 viene una curiosa y pormenorizada manera de cómo guisaba el gato nada más y nada menos que el maestro Ruberto de Nola, cocinero que fue del señor rey Fernando de Nápoles, presumible autor en 1520 del libro «De Coc». Conservo la receta que tomo de la obra de Carmen Casas por si algún lector tuviera curiosidad.

En mi libro «La caza en Menorca» (perdón por la autocita), página 57, recojo la receta del «gato asado» que en Menorca, en tiempos de penuria gastronómica, debió de consumirse más de lo que podamos creer.

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Una tía de María (por oídas) sé que guisaba primorosamente el gato que venía a perder de esta suerte de hoz y coz sus siete vidas en una de sus cazuelas o fuentes de hornear. La mamá de María le tenía puesto el freno a que esta fuera a comer a la casa de su tía si ese día había carne en la mesa.

Un gastrónomo normal de los que nunca conocieron la fatiga gastronómica ni han pasado por los aprietos de ver cómo en su mesa se terminaba antes la comida que el hambre, seguramente mostrará un profundo rechazo a comer gato. Por si les ayuda a no caer en un estúpido engaño, les dejo anotada una peculiaridad que distingue al gato del conejo. Fíjense: las costillas de gato son de hueso redondo, las de conejo son de hueso plano. A propósito de costillas, en un célebre restaurante, muy a la mano de San Fernando de Henares donde he comido muchas veces, llenaba sus espléndidos y diáfanos comedores debido a la fama alcanzada en la elaboración de costillas de cordero a la brasa de carbón de encina. «Lenguas viperinas» de mentes retorcidas escamparon a todos los vientos que entre aquella rica carne había «otra» que no era precisamente de cordero. El impacto fue tan severo que se vaciaron de contenido las reservas para ir a comer. El bulo corrió como corre la pólvora quemándose diciendo que entre las chuletas de cordero había chuletas de carne de perro. Algo por otra parte muy difícil de confundir pero en esos temas somos como somos, incluso peor, y el bulo se expandió y de 34.000 corderos que se consumían en un año, la demanda bajó prácticamente a una cantidad insignificante. Tardaron muchos meses en recuperar prestigio y clientela.

En el sitio de París, guerra 1870- 1871, en el restaurante Voisin, cuando París llevaba 99 días sitiado por los ejércitos alemanes, les cuento que el 25 de diciembre de 1870 se sirvió el siguiente menú: Entremeses: mantequilla con cabeza de burro y sopas; consomé de elefante (que por cierto el animalito era de un circo). Entrantes: camello asado, gibet de canguro, chuletas de oso con salsa picante. Asados: pierna de lobo con salsa chevreuil, gato asado. Sin embargo, fíjense qué contradicción en los vinos: se sirvió nada más y nada menos que un Mouton Rothschild 1846, un Romanée Conti 1854. Ahí es nada. Pero déjenme que retome lo del gato asado. Ya les dije que en tiempos de penuria los mininos perdían sus siete vidas de golpe para socorrer la hambruna que asolaba a poblaciones enteras o sitiadas en tiempos de guerra.   

Algo que me ha llamado la atención en los distintos textos que he cotejado para este trabajo ha sido la prácticamente unanimidad en cortar la cabeza del gato y desecharla porque según nos lo cuentan los que saben del gato guisado, el consumo de su cabeza puede producir «humores malignos». Por lo demás, algunos y algunas lo encuentran un manjar sobre todo si se siguen los pasos guisanderos del maestro de Nola.