El gobierno de Pedro Sánchez hiede y su hedor cadavérico alcanza a toda la política española. La sesión de control de ayer miércoles nos mostró a un presidente crispado y con todos sus músculos faciales en tensión, lejos de las carcajadas que exhibía en el estrado el pasado mes de noviembre, tratando de ridiculizar a Alberto Núñez Feijóo.
El revolcón jurídico que la Junta de Fiscales de Sala del Tribunal Supremo dispensó a su maleable concepto de lo que es o deja de ser delito de terrorismo tiene preocupados incluso a sus más acérrimos, como Félix Bolaños. Sánchez ya sabe que, aunque la decisión quede en manos de la Fiscalía General del Estado del inidóneo Álvaro García Ortiz y de otros cargos que dependen directamente de su poder político, Europa no va a pasar por alto esta situación y muy probablemente Carles Puigdemont acabe siendo investigado por delitos de terrorismo y quizás también por un delito de traición debido a sus vínculos poco decorosos con el régimen de Vladimir Putin, que la Eurocámara exige depurar.
Por más que Sánchez prometa bajar los pantalones de todos los españoles para satisfacer las pretensiones del de Waterloo, el asunto se le está escapando de las manos y el control total que pretendía mostrar es cada vez más una quimera, por más disparatadas reformas legales que acometa.
Y, si Puigdemont sospecha que las promesas de Sánchez no gozan de garantía alguna -y temo que tiene decenas de precedentes para ilustrarse-, es evidente que no se la va a jugar, porque solo volverá para presentarse a las elecciones y redimir al pueblo catalán si tiene la certeza absoluta de haber garantizado su impunidad -ríanse de la inviolabilidad del rey-, porque escapar dos veces en el maletero de un coche acabaría definitivamente con su escaso crédito.
Pese a ello, todavía queda demasiado para que este espectáculo termine y, mientras tanto las instituciones se degradan a pasos agigantados.
Lo de la Fiscalía General del Estado resulta trágico, porque su sumisión a la voluntad del poder político de turno hace trizas la separación de poderes.
Pero no es menos dramática la situación del Congreso de los Diputados, donde Francina Armengol exhibe día sí y día también un zafio sectarismo a años luz de sus predecesores, sirviendo a los intereses exclusivos del gobierno y manejando la Cámara baja como si fuese la Asamblea Popular de Cuba. Consentir que desde la tribuna de oradores se señale con nombres y apellidos a determinados jueces porque no se pliegan a la voluntad programática de Pedro Sánchez rebasa todos los límites que la decencia política y entra de lleno en el matonismo al estilo de la Segunda República, por acción o por omisión.
Costó cuarenta años de dictadura franquista que la izquierda española abandonase el frentepopulismo prosoviético y entrase en el juego democrático propio de los países occidentales y, si dentro del propio entorno del socialismo no se pone remedio cuanto antes, llevamos camino de deshacer el camino andado desde aquella Transición que el mundo juzgó como modélica. Crispar, dividir y tensionar continuamente los poderes del Estado tratando de domesticarlos para servir a los intereses del presidente del Gobierno y de aquellos que viven a su rebufo no saldrá gratis a la sociedad española.