Mi familia es muy muy pequeña. Somos dos y la perra. Todo mujeres. Vivimos en un piso pequeño pero con una enorme terraza. Está muy bien, porque le da a la casa una amplitud que es muy de agradecer cuando, por la razón que sea, tienes que pasar tiempo sin salir. La perra es feliz cuando sale a inspeccionar y a husmear. Si ha llovido, puedes verla moviendo el rabo mirando fijamente a un caracol. Y en verano por la noche, cuando me acompaña a regar las plantas e intenta esquivar el agua de la manguera, se pone a perseguir los pequeños lagartos que huyen de nuestros pasos hacia las paredes. A mí me asustan mucho. Ella, en cambio, los olisquea y parece que se enfada porque son mucho más rápidos, a pesar de que se arrastren.
Aunque me imagino que debe de ser un lugar de gran belleza, para tener animales no es necesario ir a Corfú. Es verdad que no tengo pelícanos ni tortugas –como los Durrell– y que no me emocionaría en absoluto si me encontrara con un nido de tijeretas –seguramente también me asustaría–. Pero, también sin quererlo, parece que últimamente estoy dando hospedaje a toda clase de criaturas. Palomas, por ejemplo. Las palomas vienen todos los días a dar una vuelta por la terraza. Se posan en la barandilla y se quedan un buen rato si yo no hago ruido. Y antes de volver a emprender el vuelo, me dejan un recuerdo. Parece que han encontrado un buen excusado en mi casa. En fin. Qué le voy a hacer. Si yo de pequeña tuve una temporada en que quería ser veterinaria o bióloga… Menos mal que se me pasó pronto la tontería y me puse a escribir novelas. Ya sé que me hubiera ido mejor con la primera opción, pero quién me quita lo bailado.
Y bueno, hace quince días se instaló en la zona de la cocina una cucaracha. Es noctámbula. Tanto le da retozar tan campante en el cubo de la basura como bordear la despensa a toda velocidad. Yo antes la hubiera barrido y la hubiera soltado al patio de luces, pero parece que me ha cogido de buenas: la saludo y sigo a lo mío. Nunca iré a Corfú, pero parece que ya estoy entendiendo la estupidez y futilidad de la existencia humana, comparada con «esa vida más rica y plena que es posible vivir junto a la culebra, el ciempiés y la pulga».