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Llega el verano y las vacaciones de unos se convierten en el empleo de otros. Muchos jóvenes menorquines empiezan primero a trabajar de temporada para poder ayudar a financiar unos estudios superiores fuera de la Isla a la que, cuando finalicen, no podrán retornar. Después, si no encuentran fuera un trabajo acorde con su formación, regresarán pero en un amplio porcentaje lo harán para seguir en ese sector servicios, en la atención al veraneante y el turista. El potencial generador de empleo del turismo es innegable, todo el mundo se sube al carro, no solo las zonas obviamente dotadas para ello por la naturaleza y el clima, o por otros atractivos, sino absolutamente todas, también ciudades de gran arraigo industrial se terciarizan. Es el maná de todo un país que vive pendiente de sus terrazas, de puentes festivos, operaciones salida y de ‘hacer el agosto’.

Pero la enorme dependencia de este sector genera problemas: en primer lugar, poner todos los huevos en la misma cesta aumenta la vulnerabilidad de la economía, como se demostró con la pandemia, y cuando no se generan alternativas, es la causa de la salida sin retorno de mucha población que, sin ánimo de ofender, aspira a otra cosa. Porque sí, hay empleo, algunos empresarios no encuentran gente, y la respuesta simplona es achacar a las nuevas generaciones la culpa, decir que no aguantan, que no le echan ganas, obviando que el problema pueden ser los horarios, los salarios que no cubren ni el alquiler, las jornadas encadenadas sin libranzas, o la inestabilidad porque todo depende del negocio de unos meses. Hay casi 15.000 empleos ligados directamente al turismo en la Isla, la mayor cifra de la serie histórica iniciada en 2009, la ilusión de un modelo menorquín diversificado parece solo eso, una ilusión. Es hora de que se cumplan las promesas políticas de crear trabajo en otros sectores para que los jóvenes que quieran quedarse en su tierra sin vivir exclusivamente del turismo puedan hacerlo.