En el último turno de palabra, el acusado sí tenía algo que decir. Aquel hombre obeso se izó torpemente de su asiento y se encaminó hacia el estrado. Con voz enrarecida por la pena se dirigió al jurado. En el exterior, ¡cómo no!, nevaba y sus inseparables amigos, a quienes no se les había permitido el acceso a la sala, aguardaban el milagro de un veredicto exculpatorio…
- Cuando comencé a ejercer mi labor –manifestó- comprobé que la religión era buena, pero no así el puritanismo. No en vano he sufrido sus efectos devastadores. Gracias a él llegó incluso a cuestionarse mi existencia. Yo era, por ende, un emigrante, un extranjero venido para socavar creencias locales, etc... Sobreviví. Y no únicamente sobreviví, sino que, incluso, me igualé en estatus a la más sólida de las monarquías. Y ella y yo supimos convivir como conviven los biennacidos: en armonía e igualdad, dejando a la libertad de cada individuo la elección y el día que juzgaran más convenientes para contar con nosotros…
El viejo se detuvo, buscando aliento y, tal vez, comprensión. ¡Tantos años de leales servicios para acabar así! –se dijo con esa tristeza que emanaba de su alma, salía de sus lindes, pululaba por toda la sala buscando cobijo y regresaba, defraudada al no encontrarlo, a su punto de origen-. A duras penas consiguió reanudar su monólogo a modo de defensa postrera…
- Cierto día alguien impuso otra moral, en este caso, laica. Estoy hablando –puntualizó- de lo «políticamente correcto». Y me adapté a ella. Valoré la bondad de sus metas y comprobé, curiosamente, como muchas de ellas coincidían con las de los criterios éticos anteriores… Pero también ese nuevo credo seglar cayó/ha caído en excesos. Se me acaba de acusar de machista, de maltratador de animales, de promover la obesidad, de quebrar la igualdad entre hombres y mujeres, de supremacista, de no respetar los comités de empresa, de eternizarme en el cargo, de contabilidad oscura, de dinero negro, de entrada en países de manera clandestina, de utilizar nuevas tecnologías no puestas al servicio del poder, de causar traumas en la niñez, de pedófilo por regalar caramelos, de… Esa religión neonata no es una religión, señores del jurado, es una imbecilidad o un cúmulo de imbecilidades por los desvaríos que, en su nombre, vienen cometiéndose… Nada nuevo bajo el sol. Citaré únicamente algunos de esos desatinos… Pocos días antes de ser detenido, una ‘feminista' entrecomillada, haciendo triste favor a su justa causa, solicitó que se prohibiera en clase el comentario de poemas en los que se hablara de «mi amada», en tanto en cuanto ese pronombre presuponía posesión del hombre sobre la mujer… Igualmente se torpedeó la proyección, en su 80 aniversario, de «Lo que el viento se llevó» por contenidos racistas… ¿? Aceptada la premisa, señores del jurado, prohibamos todas las películas habidas y por haber… Porque no faltará quien asegurará que los enanitos eran unos degenerados, los siete magníficos unos gays soterrados (siempre cabalgaban juntos), la Cenicienta una trepa, la Bella una pervertida sexual, Blancanieves una drogata permanentemente ‘colocada', los tres cerditos unos constructores de pésima calidad y sin escrúpulos y Ana Karenina un canto a la depresión…
¡Qué difícil vivir o simplemente transitar en este país donde la estupidez habita! Y, mientras, las pensiones siguen siendo vergonzosas; el paro, un cáncer que no remite; el sistema educativo, un fiasco; los sin techo, legión, etc., etc...
Pero, señores del jurado, lo que importa, lo esencial, no es eso, sino mi barriguita cervecera, mis dos renos, mi traje rojo, mi campanita y mi cuerpo serrano agotado… Y,¡natural!, mi «¡Ho, ho, ho!» ¡Declárenme culpable! Pero, al hacerlo, apagarán miles de luces, las que emanaban de ojos de niños ilusionados en estado de gracia, a la espera de que la vida, desatenta (esa de la que ustedes no se preocupan), se lo cercene… ¡O quémenme! Porque, debajo del barniz de lo políticamente correcto anida, en ocasiones, mucho resentido, mucho frustrado inquisidor…