Hoy –los otoños siempre le ponen nostálgico- recuerda aquella tarde lluviosa en la que aceptó el envite. Se dijo –se mintió- que, como político, inesperado, podría trabajar a favor de la sociedad y del prójimo. Se mentía, sí. En realidad –lo supo- lo que sintió verdaderamente no fue altruismo, sino halago. Habían pensado en él. Evocó, inmediatamente, unas palabras de Vázquez Figueroa que le incomodaron: «Y nada hay que le guste más a un ser humano mediocre, y en este, como en todos los países, suelen ser la mayoría, que considerarse parte de una raza superior». Las expulsó de su mente. A ese honor se sumaba un salario generoso. Le señalaron –y faltaron, igualmente a sabiendas, a la verdad- que la dignidad del cargo que probablemente ocuparía se medía en términos económicos. La jodida conciencia los desdecía... ¡Número tres de una lista a todas luces ganadora! Poder y dinero... Chapeau! Luego cayó en la cuenta de que estaba también lo de servir a los demás... «Eso, también, claro...». Sus valores éticos hacían en ese momento las maletas. Aunque aún tuvieron tiempo sobrado para denunciar que poco podría confiarse en un líder que, incluso antes de serlo, comenzaba por engañarse a sí mismo...
Hoy -los otoños siempre le ponen nostálgico- recuerda las instrucciones recibidas. En realidad, se reducían a unas pocas, siendo la principal la total e inquebrantable fidelidad al partido. Renunciar a la libertad de conciencia era requisito indispensable... A la hora de votar, lo que debía ir a misa emanaba del partido... Otra de las exigencias hablaba de que, en caso de error, la culpa debía achacarse siempre al otro. Era así de simple. Era así de tonto. A la postre resultaba más fácil eso que la asunción de las propias responsabilidades...
Se sintió halagado, ciertamente. El proceso de corrupción personal se había iniciado. Se autoexculpó de lo que, inevitablemente, ocurriría después... Y ocurrió. Y ocurre hoy, en ese otoño que le pone, sí, nostálgico. ¿Cuántas veces había votado en contra de sus propias convicciones? ¿Cuántas veces había apretado el botoncito verde o rojo sin ni tan siquiera haberse leído lo que se sometía a votación? ¿Para qué?
¿El prójimo? ¡Ah, sí! Se consolaba diciendo que la alternativa era peor. Qué bueno... Que, ¡total!
Algún favor dado y recibido. Algunos favores dados y recibidos. Y un ir tirando...
Cuando la conciencia –rediviva- osaba todavía incomodarle, el político se reconfortaba con esa inauguración de mañana, con la foto en los diarios de ayer, con ese saludo protocolario del bedel a la entrada de la institución, en ese titular que no le era del todo adverso...
¿El prójimo? ¡Ah, sí! Aparecía mencionado hasta la saciedad en sus discursos, en sus entrevistas, en los mítines electorales... En esos días, por ende, besaba niños y regalaba flores y llenaba los corazones de horizontes que él ya sabía inalcanzables...
Por Navidad visitaba hospitales y geriátricos. ¿Acaso los internos no eran prójimo? Y si alguien le preguntaba, aprovechando la ocasión, por el aire acondicionado que llevaba meses sin funcionar, él/ella soltaba la frase de rigor: «Estamos en ello». Curiosamente, en ocasiones, el político/la político se sentía sucio/a. Entonces se tomaba un baño reparador en ese jacuzzi, que antes no tenía, con algunas sales de baño y con una copa de Mouton Rothschild que alguien le había regalado... Siempre había alguien...
Hoy –los otoños siempre le ponen nostálgico- experimenta, sin embargo, una dolorosa quemazón: una compañera ha abandonado el partido. El Pluto vestido de blanco ha prevalecido sobre ese otro, inundado de rojo. Rara avis en su mundo. «¡Estúpida!» –se dice-.
Hoy –los otoños siempre le ponen nostálgico- no ha sido un buen día –solloza-. A la marcha de ella (cuestión de conciencia –le había dicho-) se ha unido esa conversación oída en un bar y en la que se criticaba con gran dureza la clase política... Y el político se pregunta ahora, atónito y estúpido, el porqué de esa percepción. En su domicilio, al parecer, ya no hay espejos...