Manolo era, ante todo, un buen hombre e inmejorable padre. Extremeño, casado y con una hija quinceañera, Ana, Manolo se dejaba diariamente la piel en su vaquería. Cuando finalizaba la jornada se aseaba y se sentaba en el porche de su vivienda, donde la naturaleza, aún no mancillada, venía a visitarlo. Pegaba la hebra y se fumaba luego el pitillo, que le sabía a gloria, mientras hacía planes de futuro para la pequeña. Su hija había crecido en esos parajes maravillosos, olvidados, como suele decirse, de la mano de Dios. Y había sido –lo sabía- feliz, repleta, como su progenitor, de bonhomía... No obstante, la cosa se había complicado: la adolescente había finalizado ya sus estudios de Bachillerato y quería convertirse en profesora. Mauricio, el secretario del ayuntamiento –toda una autoridad en un pueblecito de tan solo quinientos habitantes- le recomendó que, como paso previo al inicio de sus estudios universitarios, enviara a la muchacha a una academia privada nacional de prestigio y a la que acudían las proles de las gentes más relevantes del país. Manolo rumió que aquello no era mala cosa. Así que, sin pensárselo, y para sufragar gastos, vendió a la Ramona, a la Paca y a la Segismunda –sus tres vacas preferidas- y mandó a Ana a la susodicha academia...
Contigo mismo
Cómo convertir a una hija en una pija...
09/10/18 17:36
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