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Hay dos tipos de personas. Aquellas que ante tan abrumadora realidad creen que termina el verano y las que prefieren pensar que arranca el otoño. Pensarás, y lo entiendo, que me he vuelto ‘gilipollo' y no te falta razón. Pero el prisma con el que vemos y enfocamos un mismo hecho determina qué clase de persona somos.

Cuando era un crío solía pensar que se acababa el verano. Los días se acortaban, los chubascos iban llegando, las temperaturas iban bajando y, sobre todo, empezaban las clases. Esto último teñía el momento de una angustia y de una tristeza acojonante. Lo primero, obvio, porque el final del verano me pillaba sí o sí con los deberes sin hacer e incluso con el cuaderno Santillana sin empezar. Lo segundo, porque las rutinas de verano son más molonas cuando te importa todo un pepino.

Ojo, no digo que ahora me importen las cosas mucho más, pero las obligaciones son distintas. Incluso te llegaría a admitir que molan más. El tedio con el que todo el mundo iba al colegio en setiembre –menos mi hermano, que era el preferido de los profesores y por tanto estaba feliz- ahora deja paso a la ambición.

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Septiembre es sinónimo de que se acerca fin de año y lejos de pensar en la resaca de la noche del 31 de diciembre, la mayoría intentamos ser conscientes de que al 2018 le va quedando cada vez menos suspiros y, por lo tanto, que el margen para hacer que este pack de 365 días valga la pena, es menor. Y si no, ¿dónde quedan esos buenos propósitos del mes de enero? ¿Dónde está ese espíritu indomable que nos hacía pensar que nos íbamos a comer el mundo?

Yo, ahora, soy del otro tipo de personas. Del que prefiere pensar que en lugar de acabar algo, empieza otra cosa. Que arranca una nueva oportunidad para fijarnos unos objetivos, trabajar y alcanzarlos. O seguir remando en dirección a aquella intención que teníamos.

Me preocupa la sensación derrotista que nos invade en algunos momentos de nuestra vida. Está claro que las lluvias, el viento y el frío del otoño tiran para atrás. Pero empaparte de arriba a abajo y congelarte hasta los huesos es, sencillamente, consecuencia de estar vivo.

Ya, ahora estarás pensando que me he inyectado una sobredosis de optimismo o que me he ventilado un apestoso libro de autoayuda. La verdad es que no me hace falta. Porque hay otros dos tipos de personas las que seguirán agachando la cabeza pensando que el verano se acaba y las que harán que todo esto valga la pena. Joder.