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[M. y a G. y a tantos otros, con afecto…]

Todo sucede en un bar –lo recuerdo-. En mi bar. Digamos que un bar ubicado, en esta nueva entrega, en Menorca... Decía, hace semanas, que la mayoría de mi clientela es encantadora. No obstante, hay una fauna minoritaria empeñada en jorobarme la vida. Veamos más especímenes, los últimos...

Cantinflas. Es una persona extremadamente hábil. Erró en su carrera. Hubiera de haber sido político. Locuaz, simpático, se empecina siempre en abonar la consumición, aunque jamás lo hace. Tiene el don de la oratoria. Se dirige al camarero, solicita la cuenta e, inmediatamente después, desvía el tema de la conversación, bromea o visita urgentemente los urinarios con tal de que sea otro el chivo expiatorio. Aunque no paga la ronda, todos, ¡inocentes y sableados!, salen de mi establecimiento convencidos de que ha sido él –y no otro- el que los ha invitado. Lo he bautizado con el nombre de Cantinflas, porque me evoca esa escena del humorista en la que, a la hora de soltar la pasta en una taberna, y presumiendo de filántropo, exclamaba. «¡No se me adelanten!». No obstante, al ver que le obedecían y nadie parecía tener la intención de soltar una perra, asustado, añadía: «¡Pero tampoco se me atrasen!».

El meón. Y perdonen ustedes la expresión. No sé si por problemas de próstata o por simple mala educación, entra en mi local sin saludar. Sin consumir, sin pedir permiso, se dirige, raudo, hacia el lavabo. Al cabo de unos minutos sale y, como Gary Cooper en «Solo ante el peligro», se dirige hacia la salida. En su vocabulario no figuran palabras tales como «¡Gracias!», «¡Buenos días!», «¡Buenas tardes!»... Y es que la cortesía, esa que perdimos hace ya demasiado (ahora tan solo pagamos las consecuencias) desgasta en exceso...

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El alcohólico. Es un ser que un día tuvo la feliz idea de dejar de beber. Lleva décadas sin hacerlo. Pero, sobre su cabeza, pende permanentemente una espada de Damocles. Cuando entra, mira qué mesa puede o debe ocupar. Y si, por desgracia, se ubica en una donde aún permanecen las consumiciones del cliente anterior, se la juega. Puede que tome un café o un agua, pero si cerca hay una botella de cerveza, que le es ajena, y alguien lo ve, ¡va listo! El rumor calumnioso sobre su recaída nacerá al instante, pululando por toda la ciudad, y por todas las sucias almas que en ella habitan... Porque ante dos opciones –una positiva y otra negativa- todo hijo de vecino opta por la segunda. El mal es ya irreparable. Y puede pagar, por su error, un alto precio...

Hay infinidad de ejemplares más... Lo sé... Pero ahora me percato de que los quiero... Por lo menos, a una inmensa mayoría de ellos. Hace tiempo aprendiste a no criticar, a no calumniar... Porque mi trato con el público me hizo caer en la cuenta de cuán veraz era el viejo aserto según el cual no debe juzgarse a un hombre si uno no se ha calzado, previamente, sus propios zapatos. Por eso Terminator tal vez sea Terminator porque vive solo y no tiene con quien hablar y se explaya cuando se reúne con los parroquianos. Quizás el hombre-raíz se pase una tarde en la terraza consumiendo un único café porque su paupérrima pensión no le da para más o que el Bello Durmiente haya intentado olvidar, por mal camino, el del alcohol, que tuvo que abandonar su país y que lleva dos años sin ver a su mujer y a sus hijos... O que...

El mal no lo conforman ellos. Queda en el exterior. Mi bar huele entonces a trinchera, a refugio, a salvavidas momentáneo ante un mundo que no me gusta, que no nos gusta... Un mundo que tiene mucho ya de hitleriano, de violento, de visceral y en el que la tolerancia, la inteligencia, la preparación, el amor y el respeto son ferozmente empujados hacia el abismo de la indecencia por el odio y las miserias éticas, tan atávicas como nauseabundas...

Soy joven. Tengo salud y trabajo. Amo y soy amado –pienso nuevamente sentado en el portal-. Y los tengo a ellos y ellos a mi. A la postre, no es mal oficio ese: el de ser camarero...