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Solo faltaba una sentencia condenatoria del Supremo contra el rapero mallorquín para dar más carnaza a quienes aseguran que en España la libertad de expresión está bajo sospecha por los últimos acontecimientos que, cuanto menos, han generado un debate comprensible. Son aquellos que comparan la situación con los lejanos tiempos de censura bajo la dictadura franquista cuando todo estaba sometido a juicio previo. Les falla la memoria.

Abierta la veda de la mofa hacia la Casa Real, los límites del humor mal entendido se han extendido hasta confundirlo con la ordinariez y la zafiedad. Vale todo y se mezcla todo. En España no hay libertad, dicen, porque no se puede cantar impunemente que se desea la muerte de un semejante, entre otras lindezas.

Debe ser un particular sentido de la gracia, pero uno continúa sin entender qué tipo de satisfacción obtiene el cómico, el cantante o el anónimo que se crece en las redes sociales bromeando sobre cuestiones que dañan sensibilidades a víctimas del drama, como el asesinato de un familiar en un atentado terrorista, por ejemplo.

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Mucho de eso ha hecho José Miguel Arenas Beltrán, conocido como Valtonyc, quien en principio, debe cumplir tres años y medio de cárcel por delitos de enaltecimiento del terrorismo, calumnias e injurias graves a la Corona, y amenazas no condicionales en sus canciones.

Constatado está que el delito debe ser enorme y reiterado para que los jueces envíen a prisión a alguien. Por eso mismo resulta absolutamente desmesurado que este aprendiz de artista entre en una celda por muy despreciable que sea el contenido de sus canciones, que lo es.

No es la cárcel el lugar donde redimirá su pésimo gusto ni reflexionará sobre el efecto de sus mensajes. Sería más adecuado otro tipo de condenas que no le privaran de la libertad pero que le enseñaran a moderar sus letras y dejar de decir tantas estupideces y barbaridades.