Puede –lo sabes- que alguien no pase del titular… Y te odie. O que otros, menos viscerales –o más- opten por ponerte a parir en las redes sociales… Son cosas del oficio. Si luego –temerario- decides hablar del sacramento del perdón (lo que vulgarmente se conoce como «confesión») no harás sino agravar la situación… Pero, tal vez, alguien llegue hasta el final de esto –ese que todavía no conoces- y entonces entienda que las apariencias engañan y que en este país lleváis eternidades quedándoos solo con los titulares, moviéndoos a golpes de instintos bajos y desenvolviéndoos por esa cainita vida en pelota picada en cuanto al raciocinio y a la bondad se refiere…
Debes añadir que todo lo que se avecina viene bañado por eso que dáis en denominar «presunción» y que ese Blesa puede ser cualquier Blesa, incluso un personaje de ficción…
No sé si B. conocía los requisitos que se exigen en un confesionario para obtener la absolución. No son cómodos. A saber: examen de conciencia, declaración y dolor de los pecados, propósito de enmienda y cumplimiento de la penitencia… Lo prodigioso de ese sacramento (tan ignorado hoy en un mundo en el que se ha perdido el sentido de la culpa) es que, amén de su raíz cristiana (donde adquiere su verdadera dimensión) es, a la vez, aplicable a personas no creyentes… Ojalá –agnósticos o no- revisaráis cada noche el mal hecho o el bien omitido y, reconocido el mal infringido, fueraís capaces de intentar remediarlo o cuando menos paliarlo a la mañana siguiente… El mundo –lo sabes- sería ciertamente mejor…
B. (supongamos que hablas de Blesa) renunció a esa posibilidad de redención y, a la postre, se hurtó a sí mismo toda posibilidad de regeneración. Hubiera podido efectuar, en ese cortijo o lo que fuera, por examinar su conciencia (si la tuvo). Hubiera podido poner nombre y apellidos (dolor de los pecados) a todos los que hundió, en su mayoría gentes sencillas y honestas. Hubiera podido, al hacerlo, dejar una puerta abierta al dolor, al remordimiento. Hubiera podido confesar sus pecados levantándose ante un juez para reconocer su culpa y denunciar la de otros. Hubiera podido intentar enmendar sus errores entregando su fortuna a cuantos su codicia destrozó. Y hubiera podido cumplir su penitencia en una cárcel y en los abucheos de una calle…
Puede –iteras con excesiva frecuencia ese verbo- que, una vez concluido ese proceso, doloroso, la vida aún le hubiera deparado algunos años… De relativa dignidad…
Dicen que, cuando la muerte te visita, solo sirve de sedante la paz que anida en tu corazón, la maravillosa sensación de sentirse redimido…
Dicen que, cuando la muerte te visita, solo sirve de sedante la mirada de un hijo, un pasado más o menos decente o la sonrisa de un nieto…
Dicen que, cuando la muerte te visita, solo sirve de sedante poder mirar por el retrovisor sin miedo…
B. (digamos que es Blesa) hurtó y se hurtó a sí mismo esa posibilidad…
Un gatillo, una cobardía, una total carencia de humanidad le empujó a renunciar a esa última regeneración…
Renunciar al posible perdón de aquellos a los que defraudó…
Renunciar al posible recuerdo amable de sus nietos –si es que los tiene o tuvo-.
Renunciar al inmenso placer de la reparación del daño hecho…
Ese fue su último acto… El más triste, quizás. Por eso la muerte de B. (digamos que hablo de Blesa) te duele. Porque te duele la crueldad humana pero, aún más, la incapacidad del hombre por desandar el triste camino escogido y andado…
En este país –o nación de naciones o lo que sea esto ya- y en otros ámbitos, algunos hombres deberían meditar asimismo sobre si la ruta escogida es la adecuada, sobre si ésta conduce al bien común o al desastre colectivo, cuando no al mesianismo egocéntrico y efectuar, consecuentemente, su personal propósito de enmienda. Antes de que quizás, como en el caso de B, sea ya tarde, demasiado tarde…