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En mi incesante ir y venir por distintas archidiócesis culinarias, siempre fui partidario de meter la cuchara o el tenedor en lo habitual o curioso de lo que se guisa allende nuestras fronteras.

No voy a negar que esa curiosidad me ha dado comidas gloriosas unas veces y otras realmente horrorosas, como cuando en aquel restaurante de cocina de autor en Navarra, camino de Francia para iniciar la ruta de los quesos franceses, le eché una mirada a la carta, y lo único decente que vi fue una paletilla de cordero.

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Pero al servírmela una señorita con traje regional, descubrí horrorizado que aquella cocina de autor había desnaturalizada mi paletilla de cordero hasta convertirla en una bolita de carne, que tenía para mayor desgracia gastronómica, una ciruela escondida en el centro. Le dije a María: ¡Dios confunda al cocinero! Qué lástima de paletilla de cordero, destrozada por un idiota.

Por el contrario, a veces, el curioso gastrónomo tuvo suerte. Recuerdo una vez en Londres en la vecindad de la Abadía de Westminster, en un restaurante de corte y decoración victoriana, degusté un soberbio pedazo de buey, cortado del gigantesco muslo que habían asado entero de aquel bendito animal. Y mira tú, que tratándose de cocina inglesa, me sorprendió aún más. O en aquel restaurante indio que disfruté con aquella carne blanca y finísima de serpiente frita, acompañadas las tajadas de dos salsas verdaderamente perfectas.