Se le puede ver sentado en un banco de la Explanada, rodeado de palomas, algunas de ellas, al igual que él, visiblemente envejecidas. Cuentan que, cuando no acude a esa cita diaria, ellas se muestran inquietas y, sobrevolando el geriátrico, se agolpan junto a su ventana para asegurarse de que su amigo sigue estando ahí. Creen –y con razón- que el mundo sería otro sin ese anciano de ochenta años… Hay gentes que tienen esa potestad: la de mejorar el suelo que pisan…
A Ignacio, con ochenta años sobre sus espaldas, sí, le gusta dejar que el tiempo transcurra, simplemente… A falta de otros divertimentos que una pensión anémica le ha hurtado, al hombre del banco le gusta observar. Tiene mucho –aunque no lo sepa- de personaje de Delibes. No cree en el progreso, tal y como lo entienden los que pasan junto a él, sin percatarse de su casi inamovible presencia. Está convencido, desde la fuerza argumentativa que la longevidad otorga, de que si por progresar se entiende estar en posesión de cosas y comodidades, los avances han sido incuestionables… Pero no así si el progreso se concibe como mayor solidaridad, justicia y sensibilidad…
Hoy las palomas andan tranquilas. Ignacio, puntual, ha asistido a la cita y ellas, alborotadas, se han reunido junto a esos pies que tantos caminos han recorrido, sin que en ninguno de ellos se haya ausentado el dolor. A Ignacio –lo has dicho- le gusta observar. Y reflexionar… Estos días pre-navideños se pregunta qué está celebrando realmente su ciudad. Partidario de un estado laico, pero no laicista, se lamenta, como creyente, de la paulatina desaparición de referentes cristianos en sus calles… En sus calles y en sus casas… Porque el octogenario cree que es de recibo que en las urbes todos puedan encontrar su espacio y su tiempo. Que, a la postre, sumando sensibilidades es como, de verdad, se construye una localidad plural y democrática. Como cree también que los valores cristianos son plenamente asumibles tanto desde la fe como desde el agnosticismo, al ser progresistas, libres, fraternales, igualitarios, ecologistas…
Pero la ciudad –que tiene poco de tolerante y mucho de sectaria- está prácticamente desprovista de manifestaciones que recuerden, en definitiva, qué es lo que se está conmemorando… La ciudad, más bien, se ha mudado –teme- en una enorme tienda y sus ciudadanos, en simples consumidores…
- ¿Qué tal se presenta la Navidad? ¿Bien? ¿O en familia?
Ignacio oye esa pregunta en boca de un adulto…
Y, rodeado por su cortejo de palomas de simbolismos igualmente perdidos, evoca esa infancia en la que la familia lo era todo… Incluso más que una franquicia de conocida marca de ropa…
- En familia, tío… Un asco…
En la cara del viejo se desdibuja una sonrisa que alguien creyó inquebrantable… Semidormido, entonces, evoca un párrafo de Dickens, de su «Cuento de Navidad»: «Hay muchas cosas de las que habría podido sacar provecho, y me atrevo a decir que no me he beneficiado de ellas (…) La Navidad, entre otras. Pero estoy seguro de que, al llegar esta época del año, y dejando aparte la veneración debida a su nombre y origen sagrados (si es que se puede dejar aparte algo que le es tan propio), siempre he pensado que la Navidad era una buena época: la única época en la que hombres y mujeres parecen abrir de mutuo acuerdo sus corazones cerrados y considerar a las gentes más humildes como verdaderos compañeros de viaje (…) y no como criaturas de otra raza que viajan hacia destinos diferentes».
E Ignacio se pregunta si, tal vez, algún día (ese que él, probablemente, no verá) se entenderá de una puñetera vez lo que es el verdadero progreso, la auténtica tolerancia y el vital respeto hacia el otro. Mientras, el pueblo le sigue pareciendo una farsa de luces solamente externas, una enorme tienda donde no pueden comprarse vales, no de ropa, sino de esos otros, vales de caricias, de perdón, de reconciliación… Pero eso –Ignacio lo sabe- ya no cotiza en bolsa… Y así os va…