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¿Qué buscan? ¿En qué piensan? ¿Cuáles son sus más íntimos deseos? ¿Cuándo hicieron de su moral una doble moral?¿Serían capaces de jugarse la vida? ¿De perdonar y perdonarse? ¿Por qué han hecho de la mentira, oficio? ¿Saben lo que tienen que hacer, cómo, cuándo, con qué…? ¿Quién les negó el don del diálogo, la virtud de la tolerancia, la necesidad de la cesión? ¿Se sienten servidores o gentes que han de ser servidas y casi siempre soportadas? ¿Se dan cuenta de quién les ha puesto ahí? ¿Por qué, desde su malsano infantilismo, su única habilidad consiste en el intercambio de cromos, aunque el universo se les vaya cayendo literalmente a pedazos? ¿Por qué no inquieren sobre su descrédito? ¿Por qué no enmiendan la causa de su desprestigio? ¿Por qué nos buscan para abandonarnos luego? ¿Dónde anida su ejemplaridad y su altura de miras? ¿Son conscientes de que pasarán sin dejar huella, que sus nombres nunca –por lo menos en sentido positivo- ocuparán ni tan siquiera un reglón en un libro de historia? ¿Qué su prepotencia se extinguirá, por terriblemente efímera? ¿Qué mudarán del todo al nada?

Estás sentado en el Aeropuerto Adolfo Suárez…

Y te consuela la certeza de que jamás ellos darán nombre a un aeropuerto…

En todo caso a una puntual entrega del 13 de la rue del Percebe del soberbio Ibáñez… Y puede que ni tan siquiera eso…

¿Saben de quién/quiénes les estás hablando?

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Y en el silencio relativo de un aeropuerto, intentas contestar a lo que, tan solo hace un momento, te preguntabas… Buscan y piensan, exclusivamente, en lo suyo. No crean que en usted o en ti o en quien vive en el umbral de la miseria… Esos, sus íntimos deseos: satisfacer su ego personal… Y dicen sí, para decir luego no y finalizar con un «ya veremos»… De eso no se escapa nadie. Y juegan a convertirse en imprescindibles. No se jugarían la vida por ustedes… Se lo aseguro. Como sí lo hicieron en un tiempo terriblemente más duro, Adolfo Suarez, Santiago Carrillo o Manuel Gutiérrez Mellado… Aquellos hombres eran estadistas… Los de hoy…

Y no tienen ni pajorera idea de qué hacer para quedar bien con todos, que es la mejor manera de acabar no cayendo bien a nadie. Si fueran tolerantes, doctos en el ceder, llevarían ya días trabajando en el asunto, nada irrelevante, de las pensiones; en un pacto serio y duradero por la educación y la sanidad; en cómo salir de la que se avecina desde Europa… Pero andan con sus calculadoras, como los malos estudiantes ante un examen recién corregido. Y si para que la suma dé, alguien ha de vender su alma al diablo, pues eso… Que ya hubo quien lo hizo con anterioridad –se dirán-. Y –no lo duden- no se sienten servidores, sino gente vip puesta ahí por los dioses magnánimos del Olimpo. Cuando les pusisteis vosotros, para que, por segunda vez, os dejaran con el culo al aire… «Yo te doy, tú me das» –susurrarán muchos en voz baja y a micrófono cerrado-. ¿Lo de su desprestigio? Eso les importa poco porque para eso está la pócima mágica: «No todos somos iguales». Hay, en efecto, honrosas excepciones. Conoces algunas…

Os buscaron. En dos ocasiones os hallaron. Luego, y por segunda vez, os olvidaron… Puede que regresen… Porque su altura de miras y sentido de estado no da más que para el chanchullo momentáneo… Por eso y por mil cosas más, pasarán sin dejar huella; por eso no ocuparán ningún reglón en un libro de texto, por eso serán efímeros…

Pero hubo un tiempo terrible en que otros hombres, bajo el incesante ruido de sables, de todo tipo de ideologías y desde el perdón y el anhelo de la reconciliación, supieron sentarse para redactar vuestro texto constitucional, ese hoy tan injustamente denostado… Es fácil, a la postre, juzgar a toro pasado… Y en ese sentarse cohabitaron vencedores y vencidos –todos perdimos-, verdugos y víctimas… Por eso el aeropuerto en el que te encuentras se denomina Adolfo Suárez y bajo su nombre, el de tantos otros, esos que se la jugaron por un pueblo al que sí servían…

Los de hoy –temes- solo entienden de calculadoras…