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Permanecías ajeno a lo ocurrido, optimista, ante la belleza de las vívidas luces de una mañana que se entrometía, juguetona, por entre los ventanales del restaurante de tu hotel en Palma. Hasta que el horror de París te alcanzó en forma de portada. Nuevamente se mataba en nombre de Dios. ¿Cuántas veces van? ¿Desde cuántas religiones? –te preguntaste-. Actualizaste mentalmente tu lectura de «Misericordiae vultus», un texto del papa Francisco cuya lectura recomendarías a cualquier hombre de buena fe, independientemente de su credo o agnosticismo. En el documento, amén de abordar con crudeza cuestiones de enorme calado y actualidad, como la de la corrupción, Franciscus dibuja con trazo firme el semblante de Dios, que no es otro que el de la misericordia. Ojalá lo hubieran leído, entendido y asimilado los que asesinaron en nombre de Alá, un Alá del que están ciertamente distantes. O también vuestros inquisidores de antaño, iluminados por la ignominia de las hogueras.
O los judíos, incapaces de compartir territorio, sordos a una divinidad que engendró una tierra sin fronteras y con abundancia de recursos sádicamente mal repartidos...

En la espera de la utopía, te preguntas: ¿qué hacer ante la barbarie? Tal vez efectuar un buen diagnóstico y establecer los lindes de la batalla. Unas palabras de «M» en «Skyfall» resultan, en este sentido, contundentes: «Reconozco que lo que veo me da mucho miedo (...) porque nuestros enemigos son algo desconocido. No existen en un mapa. No son naciones. Son individuos. Miren a su alrededor. ¿A quién temen? ¿Pueden ver un rostro, un uniforme, una bandera? ¡No! Nuestro mundo ya no es transparente, es más opaco. Está en la sombra y ahí debemos pelear...». A esa sombra también se refería Joan Riera en «Maldita foto de las Azores»: «La victoria solo la pueden lograr en la sombra servicios de inteligencia de gran nivel (...) Con muchísimo más dinero y medios. Y darles luz verde, con el apoyo de todos. Al demonio se le vence en su hábitat, en la infiltración, en la oscuridad, en el corazón del infierno».

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Y... ¿Qué le competería al ciudadano de a pie? Tal vez no perder, fruto de la ira, los valores éticos en los que dice asentarse el primer mundo y que son, entre comillas, los que os separan de la locura, no cayendo en la tentación de ver en cada musulmán a un terrorista; no sucumbiendo al poder irracional del odio; no permitiendo que el anhelo de venganza penetre en el corazón... Y hacer exactamente lo contrario de lo previsto por esa gentuza: salir a la calle, asistir a los teatros, pisar los campos de fútbol y patear los parajes céntricos de la ciudad... Ser audaces, en definitiva, aunque, al serlo, sintáis pánico. Lo recordaba sabiamente el buen Panoramix en los tebeos de «Astérix» (y citas de memoria): «No se puede ser valiente sin haber conocido el miedo. El verdadero valor consiste en saberlo dominar». Una ciudad inesperadamente normal, tras un atentado, sería, sin duda, la peor noticia para esos cerdos de París y el certificado inequívoco de su fracaso...

Profundamente afectado por la locura, saliste del hotel. Y palió tu dolor la ejemplaridad de unos franceses cantando «La Marsellesa», ofreciendo sus hogares a los afectados, donando sangre en los hospitales... O la imagen de los Capuchinos de la Plaza España de Palma repartiendo, como cada día, comida a los sin techo en las largas colas de la desvergüenza gubernamental y de los corruptos. O –pensaste- en el millón doscientas mil personas que viven actualmente con dignidad gracias a Caritas. O en ese pequeño grupo de monjas que dan cobijo y ternura a los ancianos olvidados en la Venezuela del escarnio y que copaban la portada del último número de «XL Semanal»... Ahí estaba, sin duda, Dios. Un Dios que si pudiera hablar en términos humanos, y refiriéndose a esas guerras santas metidas a cruel antítesis, os bramaría hoy y siempre: «No en mi nombre».