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En el western «El Dorado», un alcohólico, un lisiado, un anciano y un joven se juegan la vida por unos principios éticos. No sé si vuestros políticos (salvo excepciones) sabrían hacer otro tanto. A pesar de no estar, como John Wayne, tullidos, por lo menos físicamente. La revisión de la película de Hawks (¡qué gozada!) te retrotrajo a tu infancia y a la Sala Augusta, donde la viste por vez primera. La misma sala que, víctima de la desidia y/o de la impericia de vuestros gobernantes, se está cayendo con lentitud, arquitectónicamente, pero también en el recuerdo de tantos. Hundimiento parejo al de esas viejas películas sustentadas en sólidos argumentos que, lejos de toda candidez o pusilanimidad, se empecinaban en transmitiros valores. Los que dejaban la pantalla y entraban, final y subliminalmente, en vuestros corazones para sembrar la ejemplaridad de los héroes. Sí, esos héroes que, de alguna manera, se habían quedado –tal vez de por vida- en vuestras almas. A la salida –lo recuerdas perfectamente- solíais sentiros bien, porque una zaherida fe en la humanidad había sanado gracias a ellos...

En esos cines y con esas películas te educaste. En ellos y en ellas viste como un hombre mediocre y sin escrúpulos perdía su empleo por amor, en acto de bellísima regeneración personal... Hablas del glorioso Jack Lemmon de «El apartamento» de Billy Wilder... O como Thomas Moro (Paul Scofield) optaba por donar su vida antes que renegar de sus convicciones («Un hombre para la eternidad», Fred Zinnemann)... O como, en tu virtual viaje en «La diligencia» de John Ford, la caridad anidaba en un fugitivo y en una prostituta antes que en gente bien pensante... O como tu Iglesia soñada (una Iglesia pobre y para los pobres) se encarnaba en la figura del Papa Lakota (Anthony Quinn) en un film espléndido de Michael Anderson de sobrecogedor final...

Pero ese cine –temes- ha muerto. Salvo escasos casos puntuales. Como han muerto las salas individuales y con personalidad propia que lo hacían posible. Porque un día llegó 007 y, en «Doctor No», mató a sangre fría a un hombre desarmado. El mismo día en el que murió, tal vez, algo más: el concepto ejemplarizante del héroe.

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Hasta ese momento aciago, la violencia y el sexo se plasmaban con finezza y estaban al servicio de un argumento. En el día de hoy, el argumento no es sino mero sostén de la crueldad y el erotismo más descarnado. Los valores no tienen cabida en la pantalla, no vaya a ser que ésta se convierta en espejo molesto para la sociedad egocéntrica que se encuentra, en cierto modo, representada en la platea. Lo que el celuloide os muestra no ha de entrar, jamás, en contradicción con vuestra manera de vivir caracterizada por el consumismo, el crecimiento sin freno del capitalismo, el bienestar propio que conlleva el malestar ajeno y la frivolidad en la concepción del ser humano, visto como mero elemento de producción/consumo, alelado por las nuevas tecnologías y aborregado por la ausencia de todo aquello que conduzca a la reflexión, a la sensibilidad y a la bondad...

No basta, pues, ya, con un simple disparo. Es preciso llenar la pantalla de sangre; de vividores y mangantes; de sádicos y amorales... Django y Tarantino reinan. Capra, en el exilio...

Eso es lo que veis y veréis en las multisalas sin historia de la actualidad. Y la conciencia se adormecerá entre palomitas y sonidos hirientes de whatsapps rebeldes. Porque después de todo el cine os dirá, subliminalmente, que lo que hacen los modernos héroes entrecomillados es parecido a lo que hacéis igualmente vosotros, aunque no vayáis por ahí matando gente... Que tranquilos... Que estáis en la honda de la conciencia light de lo políticamente correcto...

Pero tú sigues prefiriendo a ese alcohólico, a ese joven, a ese anciano o a ese tullido antes que al 007 de Dr. No. Por el simple hecho de que aquellos no renunciaron a una visión ética de la vida y por la que estuvieron dispuestos a dar, incluso, precisamente, eso: la vida...