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A Antonia Gomila Beleta, tu madre...

Eran cuatro. Estaban sentadas en el bar de El Corte Inglés, junto a un ventanal por el que entraba, bellísima, la ciudad de Palma. Calculaste que la más joven tendría unos ochenta años y que, por tanto, habría nacido en plena Guerra Civil. Tardaron una eternidad en poderse sentar. Una, de manera disimulada, miraba en su monedero, tan raído como su piel, probablemente para averiguar a qué tipo de consumición podría acceder. Otra comprobaba si su bastón, fiel compañero, seguía ahí. La tercera observaba, como ajena a su entorno, los tejados de la ciudad, preguntándose qué dramas cobijarían. La cuarta se había dormido. El camarero se acercó y con ternura les tomó la comanda. Te sorprendió –y alegró- que conociera sus nombres. También ellas conocían el suyo. Sus voces te llegaban con nitidez. Hablaban de enfermedades, de medicamentos, de productos para limpiar cristales, de su viudedad y de ausencias -de muertos y de vivos-. A una le dio por llorar y oíste un «¡Boba!» que pretendía ser consuelo.

A escasos metros, en otra mesa, dos intelectuales de diseño las escuchaban atentamente. Uno portaba un «Ulises» de Joyce, extraña lectura para un lugar público, dada su complejidad. El camarero no los atendió con ternura. Ni, al parecer, conocía sus nombres. Ninguno de ellos miró en su cartera para comprobar si le alcanzaba para un café. Tras una empalagosa charla se enzarzaron en una feroz crítica de las cuatro ancianas. Desde su Olimpo, las acusaron de haber vivido una existencia hueca, de no haber aportado nada a la sociedad y de leer el «Pronto», ese que una de ellas sostenía, a duras penas, con sus temblorosas manos seducidas por la artrosis...

Ellas –se lo hubieras gritado a esos intelectuales-, vivieron una postguerra. Ese fue el marco de su infancia, de su juventud y de todo su devenir. Les enseñaron que el papel de la mujer era el de ser sumisa, buena ama de casa, buena madre y amante. Se lo creyeron. Porque a nadie se le ocurrió mostrarles una alternativa. También les cercenaron los estudios. Les hicieron naufragar, incluso, el afán de emprenderlos. Ya estaban bien así... Era lo correcto. Tu madre, sin ir más lejos, quiso ser enfermera y tu abuelo, médico, se lo impidió, porque era necesaria para el cuidado de sus numerosos hermanos, frutos de tres matrimonios.

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Y en su casas lorquianas, consumieron sus vidas sin más horizonte que el del cielo que veían al tender la ropa. Ahí dejaron su existencia, a pedacitos, por entregas. Ahí no la desperdiciaron. Ahí se la hicieron desperdiciar, que es distinto, remendando calcetines y fregando suelos. Tal vez alguna quiso ser enfermera, como tu madre, u otra química o qué sabes tú. Pero, para eso, ya estaban los hombres. Buscaron consuelo en sus hijos. Y se conformaron con tener marido. Hasta que unos y otros se fueron. Unos por desamor, otros por lo inevitable. Y se quedaron en esa casa con su soledad ya siempre a cuestas. Por eso, para ellas, El Corte Inglés, en el que no pueden comprar por lo parco de su viudedad, es mucho más que una tienda y la sonrisa de ese camarero, mucho más que sonrisa. Son hogar, escapatoria, compañía, pincelada de color donde únicamente el gris habita.

A esas ancianas se lo robaron casi todo... Y si hablan de detergentes es porque redujeron su horizonte a tales cuestiones...

Esos intelectuales de mierda no saben de eso. Ni de eso, ni de nada. Y probablemente andan muy necesitados del coraje y de la riqueza moral que tuvieron ellas. El camarero sí lo sabe, aunque no lea a Joyce...

Al abandonar el bar, las saludas. Es sentido homenaje a esas ancianas a las que alguien les debería dar una segunda vida, porque, la primera, se la jodieron... Mientras, una anciana sigue hurgando en su monedero, buscado el euro con cincuenta de su vaso con leche; buscando, aún sin saberlo, su carrera de enfermería, su juventud, respeto y gratitud... Pero solo halla un euro con cincuenta...