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Hubo un tiempo en el que todo –por lo menos en tu vida- parecía haberse puesto de acuerdo para educar en valores. No únicamente educaban los padres, sino también los maestros, el vecindario, el ejemplo coherente de tantos y hasta la calle… Incluso la inculcación de virtudes (palabra desgraciadamente en desuso) se efectuaba en silencio, porque las actitudes y comportamientos eran suficientemente elocuentes. El niño observaba, pues, que alguien cedía su asiento a una mujer embarazada o a un anciano y asimilaba no el concepto de galantería nacido de un adoctrinamiento machista y baldío, sino el de la caridad que brotaba del sentido común. «¿Para qué sirve la buena educación?» –te preguntó en clase un chaval desorientado-. «Para hacer la vida más agradable y humana» —le contestaste—. Lo comprendió…
—¿Recuerdas lo del cuatro y medio?

Tu padre, de una rebosante humanidad, te preguntó que qué harías tú, a final de curso, con un alumno que hubiera obtenido un cuatro y medio… Titubeaste. Ante tu silencio de recién licenciado propenso a la rigurosidad, optaste por el cuatro… Lluís –tu padre- se te quedó mirando y te dio una de esas lecciones no impresas que, al cabo de 35 años de docencia, aún recuerdas…

- Si optas por el cuatro le has robado medio punto… Si, por el contrario, eliges el cinco, le habrás regalado cincuenta décimas… ¿Qué prefieres, hijo? ¿Ser un ladrón o una persona indulgente?

Esas palabras te han venido acompañando siempre a lo largo de tu vida y las has aplicado no únicamente en el terreno profesional, sino a otros aspectos de la existencia. Por tanto, si te presentan dos opciones a la hora de interpretar unos hechos que afectan a la honorabilidad de una persona, dos posibles interpretaciones en estado de igualdad, invariablemente te has quedado con la que beneficiaba al ser humano cuestionado, porque, antes que ladrón, has escogido ser confiado…

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También recuerdas las clases de un magnífico profesor de filosofía, don Rosendo Gisbert Calderón, que, al comentarte la locución latina In dubio pro reo, elaboró todo un espléndido tratado ético sobre culpabilidad e inocencia. Este principio, recogido en la jurisprudencia, es el que expresa que, en caso de duda, por insuficiencia probatoria, se favorecerá siempre al acusado. Y constituye uno de los pilares fundamentales del Derecho penal moderno. El fiscal debe probar la culpa –probar- del acusado y no éste su inocencia. Cervantes ya lo había esgrimido en el capítulo LI de «Don Quijote de la Mancha» cuando un lúcido Sancho Panza exclama, en su calidad de gobernador: «Pues están al fil (equilibradas, igualadas) las razones para condenarle o absolverle, que le dejen pasar libremente, pues siempre es alabado más el hacer bien que mal»…

No sé si Juan Cardona es inocente o no, aunque por esa regla del cuatro no matemática, pero sí ética, optas claramente por su inocencia y pedirías a la sociedad que hiciera otro tanto. Pero lo que sí opinas es que, por lo sabido, y tal y como dijiste en un comentario en la edición digital de este diario, ha habido una, para ti, manifiesta insuficiencia probatoria. Que no existe una duda razonable, sino infinidad de ellas. Y que, a tu entender, un pilar básico de vuestro ordenamiento jurídico ha fallado…

Y te cuesta creer que Juan Cardona sea un imbécil… Tan imbécil como para regresar al mercado en el que trabajaba la mujer imperdonable y vomitivamente ultrajada, corriendo el riesgo de ser reconocido…

A Juan le pondrías un cinco. Pero lo que está en juego no es un aprobado, sino tres cosas de extrema gravedad: tres años y medio de la vida de un joven y su aislamiento social; la credibilidad en una justicia que no sabe de textos cervantinos y esa otra pena moral que nunca concluye: la que padecería la mujer repugnantemente violentada si un día constatara que había hurtado injustamente a Juan tres años de su vida, su honorabilidad y, puede, incluso, que la vida misma…