Cada vez que regresas a una ciudad te parece, amargamente, otra. Ya no es de quienes viven en ella, sino del capitalismo que la ha moldeado y cambiado para hacer negocio. Paseas por ella –por cualquiera de ellas- y constatas que han desaparecido infinidad de librerías, multitud de salas de cine, emblemáticos teatros. Ellas y ellos han emigrado, pero no hacia otro país amigo, sino hacia la nada, empujados por la pobreza de espíritu. Y en los locales donde el arte anidó hay, indefectiblemente, tiendas de ropa que, a modo de sádico agravante, son franquicias, cadenas, hijas de multinacionales que invaden, sutilmente, naciones… Tal vez lo importante sea eso: cuerpos bien vestidos e inteligencias huecas. ¡Qué cómodo para las clases dominantes –también huecas hoy- y los poderes fácticos! Una novela puede haceros pensar. Una película, sentir. Un texto dramático, conmoveros. Eso no es de recibo. Y está de más si uno luce un buen traje, un vestido que realce un cuerpo diez, unos zapatos costosísimos… Poco importa si al usarlos y pisotear la urbe, un hombre próximo y, a la par, lejano, hurga en un contenedor para poder sobrevivir. Para eso están igualmente los perfumes, que también se adquieren en los grandes almacenes y que se etiquetan siempre en francés. Una librería habría propiciado que os percatarais de quien ya ha cruzado el umbral último de la pobreza, de ese hombre, sí, que, a vuestro lado, escarba en la basura sabedor de que, como dijo un ínclito ministro, los yogures jamás caducan…
Contigo mismo
Bien vestidos, mal ilustrados
16/12/14 0:00
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