Una vez más, mi padre tiene razón. Años llevaba yo argumentando ante mi progenitor que no había argumento científico, más allá de su frescura y la querencia por lo propio, que justificara que los esclata-sangs menorquines sean más sabrosos que los procedentes de otros lares. Pues va a ser que sí lo son. El hecho de que en Menorca estemos siempre cerca del mar otorga a estas setas un saborcillo peculiar.
El argumento es de un cocinero catalán especialista en el asunto que se atrevió, además, a cuestionar que la mejor forma de presentarlos en la mesa sea con ajo y perejil. El asunto ha generado su debate sobre lo propio y lo ajeno. En otros lares a los esclata-sangs no se les tiene tanto aprecio como aquí, al mismo tiempo que aquí pasamos de largo ante setas que en otros sitios no dudan en trasladar a la cazuela. Todo ello es una cuestión de costumbres, un rasgo identitario territorial, que da para buenas conversaciones y bocatas imperiales.
Ni para dos minutos de charla de sobremesa da el debate sobre otra cuestión también identitaria, la infame controversia sobre la Ley de Símbolos, un hongo normativo tan innecesario como insustancial. Nunca he tolerado más banderas que la verde que me permite nadar sin temores. Son trapos de colores para sumar batallas y restar razones. El Govern pone una mordaza desproporcionada a unos funcionarios que han olvidado que no son los amos de los edificios en los que trabajan. La oposición y los sindicatos sobreactuan y exageran el asunto por interés particular. Peores derechos y libertades se vulneran a diario y en silencio. Del mismo modo que no existe necesidad alguna de adornar colegios con lazos que pueden incomodar a determinados padres, aunque sean solo dos, tampoco existe necesidad alguna de establecer un estado policial en los colegios. Que tema más tonto.
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