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No necesito acudir a los servicios de un heraldista para saber que mis antepasados no dispusieron de tantos recursos como los que ha disfrutado el grueso de mi generación. Nuestros padres, sin ir más lejos, se encontraron en plena pubertad con un marrón de los gordos: los bombardeos no ayudan mucho ni a la comodidad, ni a la convivencia ni a la lírica. Cuando acabaron los tiros, unos cuantos añitos de vida tutelada por la razón castrense y la disciplina clerical no contribuyeron tampoco en demasía a que cundiera el pitorreo.

A pesar de esas circunstancias tan poco alentadoras, se las apañaron para constituirse en una generación de personas honestas, cumplidoras de sus compromisos, solidarias, eficaces luchadores en su búsqueda de un próspero futuro para sus hijos y capaces además de aprovechar los escasos recursos de que disponían para sacar mientras tanto un gran partido a la vida.

Desde este ensimismamiento retrospectivo, cuando recorro con la vista el abigarrado escaparate de fotos familiares que mi madre (como tantas) mantiene en perfecto estado de revista colgando de paredes o compitiendo por el espacio con todo tipo de recuerdos apoyadas en repisas, en mesitas camilla o reposando en "coquetas", como ella llama a las cómodas de alcoba, me siento avergonzado de lo que hemos hecho con su herencia.

Porque es mi generación la que, tras aceptar con total naturalidad los esfuerzos de nuestros padres para proporcionarnos una educación y un confort material del que ellos no pudieron disponer, ha construido una sociedad gobernada por la gilipollez y el despilfarro. Mi generación ha puesto a la venta los principios que sirvieron para evitarnos la miseria que otros sufrieron, a cambio de baratijas que colgarse al cuello. Nada muy diferente a los ingenuos indios que aceptaban bisutería a cambio de oro. Mi generación ha aceptado ser gobernada por idiotas, cegada por el espejismo de una riqueza material que resultó ser una pompa de jabón. Mi generación ha estado sometida al albur de tipos que han dedicado lo mejor de su magín a convertir los partidos políticos en sociedades opacas donde esconder sus vergüenzas y donde exhibir su corporativismo y rodearse de listillos ambiciosos. Mi generación ha perdido en gran medida la solidaridad y el sentido común. En una palabra: a mi generación se le ha quedado cara de tonto.

Quizás por eso Cospedal se permite jugar desvergonzada y penosamente a los trabalenguas, quizás por eso Rajoy y Rubalcaba siguen imperturbablemente atrincherados en sus puestos.

Cuando Bárcenas nos hace una peineta, me entra un escalofrío. Pero no por indignación, que también, sino porque me hace imaginar lo bajo que hemos caído en la estima de la gentuza que dirige nuestros destinos, situados ahí -para más inri- por nuestros votos, por nuestra pusilanimidad al consentir sus burlas. Y si nos valoran en tan poca cosa es precisamente porque no nos hemos hecho valer, distraídos como estábamos jugueteando con las baratijas que creíamos ir atesorando.

Me temo que no sabré muy bien qué decir a mis hijas cuando me pregunten por la utilización que hice de mis talentos. La expresión "dilapidarlos" me rondará la cabeza de manera harto incómoda. Ojala que ellas encuentren un hueco entre las pantallas de sus gadgets para construirse una sociedad un poco más inteligente.