Poder celebrar el 50 aniversario del inicio del Concilio Vaticano II constituye una gran alegría porque, si bien es verdad que no agregó nuevas verdades dogmáticas al depósito de la Fe, su orientación eminentemente pastoral supo reivindicar y acrisolar sus principios fundamentales, limpiándolos de polvo y paja históricos, para ser aplicados en toda su pureza con un fuego nuevo, el perenne fuego del Espíritu, a los tiempos que vivimos.
En este artículo periodístico, forzosamente breve, quisiera referirme al papel de los laicos en la Iglesia perfilado por la Constitución Dogmática Lumen Gentium (LG) y el Decreto Apostolicam Actuositatem (AA).
Llamada universal a la santidad
Preciso es partir, según la LG, de la declaración de que "los seguidores de Cristo… han sido hechos por el bautismo, el sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza y, por lo mismo, realmente santos. En consecuencia es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron". Ello es consecuencia del mandato evangélico: "Sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5,48)". "Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, y esta santidad suscita un nivel de vida más humano en la sociedad terrena".
La vida secular, la normal y corriente, es la que corresponde a los laicos santificar por propia vocación, tratando de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, desempeñando su propia profesión, desde dentro, como fermento. A ellos corresponde ordenar las realidades temporales para gloria del Creador y Redentor.
De este modo papel de los laicos es fundamental en la Iglesia, pues ellos, que en realidad representan más del 99 % de los fieles cristianos, son a quienes corresponde hacer realidad el reinado de Cristo en el mundo. Buscar la perfección de la caridad, es decir, hacerlo todo por amor a Dios y al prójimo, dando a todas las cosas esa cuarta dimensión, la sobrenatural.
"Os aseguro hijos míos -nos decía san Josemaría Escrivá -un precursor en esta materia- que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos (verso heroico) de la prosa de cada día. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones cuando vivís santamente la vida ordinaria" (Conversaciones 116).
Vocación al apostolado
Por otra parte, afirma el Concilio (AA), la Iglesia ha nacido con el fin de propagar el reino de Cristo en toda la tierra y hacer así a todos los hombres partícipes de la redención. La vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación también al apostolado. Hay en la Iglesia diversidad de ministerios, pero unidad de misión. Los seglares, al haber recibido participación en el ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo, Dios les llama a que ejerzan su apostolado en el mundo a manera de fermento. El deber y el derecho del seglar al apostolado deriva de su misma unión con Cristo. Insertos por el bautismo en el cuerpo místico de Cristo, robustecidos por la confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, es el mismo Señor el que los destina al apostolado.
Son los sacramentos, y sobre todo la Eucaristía, los que comunican y alimentan en los fieles la caridad que es como el alma de todo apostolado. Más aún, el precepto de la caridad urge a todos los cristianos a procurar la gloria de Dios por el advenimiento de su reino y la vida eterna a todos los hombres. Por consiguiente, a todos los cristianos se impone la gloriosa tarea apostólica.
A tal efecto la AA da instrucciones para la evangelización y santificación de las personas, la renovación cristiana del orden temporal, la acción caritativa. Se examinan los diversos campos del apostolado en las diferentes comunidades eclesiales como las parroquias, la familia y particularmente en la juventud y en el medio social. Se describen las diferentes formas del apostolado ya sea individual o en comunidades o asociaciones; se encomienda la misión a la Jerarquía de fomentar el apostolado seglar, proporcionarle los principios y ayudas espirituales y ordenar su ejercicio al bien común de la Iglesia y vigilar que se guarden la doctrina y el orden y, por último, los laicos, si han de ser luz y levadura, han de recibir la formación adecuada, para una mayor eficacia, tanto en la propia santificación como en procurar la de los demás.
Al cabo de 50 años, ante la grave situación de la Iglesia en el mundo occidental, cabe plantearse: ¿En términos generales, ha respondido el laicado al decisivo protagonismo que los padres conciliares le encomendaron? ¿Está realmente preparado? ¿Es consciente y responsable de su papel dentro de la Iglesia?
El Sínodo de los Obispos, que acaba de celebrarse, urge de nuevo a los fieles para que, fortalecidos en la fe, no tengan miedo ante las actuales dificultades y les recuerda que para tener credibilidad es necesaria la conversión de vida y para evangelizar hay que estar evangelizados. Es decir, la antigua estrategia de la formación y de la santidad.
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