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Con el riesgo de ganarme alguna enemistad les voy a confesar que me crea cierto malestar cuando escucho a alguien quejarse de sus penurias económicas domésticas, sean del grado que sean, mientras pasea como si nada un Samsung Galaxy de apellido impronunciable o un iPhone no se qué número, aparatos de cierto coste de adquisición y un superfluo gasto corriente adosado. Cada uno en su casa que haga lo que quiera, claro, pero luego que no me llore al mismo tiempo que sus hábiles dedillos van moviendo elementos en las dichosas pantallitas. Viene la cosa al caso de las lucecitas del centro de Maó, ornamento que embellece sin duda las calles más emblemáticas del casco histórico pero cuya inversión duele un poco cuando la administración pública no para de quejarse de su falta de fondos y además escatima dinero en causas tan lacerantes como la sanidad o las prestaciones sociales. El presunto beneficio de tal dispendio, un hipotético incremento de las compras en los comercios del centro, es tan cuestionable como intangible. No llegaremos nunca a saber qué parte de las compras realizadas se puede atribuir a las lucecitas, si se amortiza la inversión o si solo ha servido para encandilar a los paseantes. El riesgo de llorar tanto, y con tanto dramatismo, por el tema de los dineros es que luego a uno se le echa en cara cualquier atisbo de lujo, sobre todo por parte de quien ha visto denegadas sus particulares lucecitas de Navidad.