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Bar del centro de Maó. Sobre las 11 horas de ayer. Tres militantes de un partido desayunan. Ejercen de interventores o apoderados. A uno de ellos le conozco personalmente y tramito el correspondiente "bon profit". Es un excargo que ejerce su labor de militante con entusiasmo y entrega, fiel a unas siglas en las que cree pasional y firmemente. Le pregunto si la figura del interventor sirve en realidad para algo, es decir, si se saca provecho real de esta magna movilización de militantes (incluso a algún conseller le tocó ayer pasarse la mañana con el Antoni, Pons, Pons... 543) que sacrifican su domingo para ir a cumplir con este papel tan propio de un día de elecciones como los policías en la puerta del colegio, las urnas de metacrilato, los sobres de diseño ya algo antiguo o las caras de resignación de los miembros de las mesas, que a su labor nada voluntaria tienen que añadir los chascarrillos de sus convecinos. Me responde evasivo: "Yo me lo paso muy bien". Insisto: "¿Pero sirve para algo?" No hay respuesta verbal, solo un gesto de difícil traducción, próximo a la afirmación y alejado del convencimiento. El interventor asesora al inexperto por sorteo y neutraliza el posible pero improbable intento de pucherazo. Pero también es un despliegue algo folclórico de tropas, una exhibición de fuerza de los dos grandes, los únicos que pueden. Y una intensa muestra de amor fiel, desinteresado o no, del militante hacia sus siglas.