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Apura el cigarrillo con una calada larga y profunda. El brillo del pitillo le delata en un tramo de vía oscuro y olvidado. Enciende otro. Y otro más. Hace tiempo que venció al cáncer o cualquier enfermedad similar. Y si no lo hizo le da igual, "que venga", piensa, "la esperaré de pie y con los brazos abiertos". El pulso ya no le aguanta la batalla, tirita como un niño desprotegido y sus manos han perdido el color vivo que alguna vez tuvieron dejando paso a un amarillo repugnante, mezcla de tabaco, alcohol y heridas que no se curan con el tiempo. No sabe si tiene cuarenta y muchos o cincuenta y pocos. A estas alturas le da igual. Vive cada día como si fuera miércoles porque ni el martes, ni el jueves ni todos los demás le devolverán la ilusión por la vida.

Él no siempre fue así. La vida, que tiene unos caprichos que muy pocos entienden, le ha transformado y no espera nada de nadie. La última vez que sonrió fue una mañana de resaca en la que, por unos segundos, creyó haber muerto. "Lo he conseguido", se felicitó, antes de comprobar que el corazón seguía latiendo y, lo que es peor, seguía sintiendo. Los recuerdos le reconcomen por dentro hasta el punto de obligarlo a levantarse una vez más para ahogar, a trago limpio, los fantasmas de un pasado que, sin duda, fue mejor.

Cada noche se repite la misma historia. Llega al maldito lugar, ese punto fatídico en el que murió sin estar muerto. "No es justo", se repite una y otra vez en silencio mientras los coches desfilan. La verdad es que se ha cansado de preguntarse "por qué" sin obtener respuesta alguna y de fantasear con presentes alternativos, con futuros pluscuamperfectos en el que sus manos rebosarían de vida y su alma seguiría sonriendo.

Parece triste pero a lo único que le guarda todavía algo de cariño es a un ramo de flores seco que cuelga de una farola que no siempre funciona y a una fotografía que el paso del tiempo consume lentamente, mientras él, sentado en el banco de al lado, se resigna a vivir demasiado cobarde como para arrebatarse la vida.

Algunas noches, cuando la rabia llega hasta el punto de hacerle llorar, se le ha oído susurrar "un padre jamás debería enterrar a su hijo". Y de nuevo, "no es justo". Pero la vida, que nunca es a gusto del consumidor, le sigue regalando los segundos, los minutos y las horas que le arrebató a alguien antes de tiempo.

dgelabertpetrus@gmail.com