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La cuestión no radica, probablemente, en que el empleo de traducción simultánea en el Senado constituya un dispendio, tanto mayor en tiempos de crisis, sino en si es el propio Senado el que lo constituye. Los dos millones de pesetas por sesión que nos cuesta el que los senadores empleen las diversas lenguas nacionales en vez de la única que se saben todos y que, en consecuencia, haría innecesaria la traducción, no son nada comparados con el dineral que cuesta esa Cámara que, en puridad, apenas sirve para nada, salvo para marear la perdiz de las leyes en su tramitación y para que los senadores vivan, la verdad, bastante bien. Es más; esto de la utilización de las distintas lenguas nacionales en las interpelaciones del Senado es, con toda seguridad, lo único que se percibe como positivo y útil de cuanto se hace en él, pues al sonar en la bóveda del Salón de Sesiones, esas lenguas ven reconocidas simbólica e institucionalmente, del todo, su extrema dignidad.

Para ahorrar en intérpretes que traducen lo que uno dice para que a otros les suene lo que no quieren entender (en España nadie escucha a nadie), bastaría con que en los colegios de toda la nación se enseñara a los niños, cual dicta la lógica, las lenguas que se hablan y se escriben en su país. Así, llegados algunos de ellos a senadores, bien que no tal vez los más espabilados, no tendrían necesidad de que un propio les aclarara que "nit" es noche o que "chove" es llueve. La ignorancia y el desprecio del tesoro descomunal que España posee, el de sus idiomas preciosos y extraordinarios, conduce no solo a ese dispendio extra del Senado, sino a la utilización sectaria de las lenguas solo para una de las dos cosas que sirven: para que no te entiendan los demás.

Esta supuesta confusión de las lenguas no es, en definitiva, la que erige la Babel caótica y frágil de cualquier proyecto solidario y comunal, sino la reconocida y atávica incapacidad de nuestros políticos para los idiomas.