En estas fechas en que Jesús de Nazaret parece estar más cerca de nosotros, considero que la Iglesia lo tiene fácil para ser la luz que nos ilumine en el cotidiano quehacer; pero para ello debe recuperar y hacer realidad el mensaje evangélico.
Digo el mensaje evangélico, no toda una serie de normas que coartan la libertad individual y colectivo de cuantos nos llamamos cristianos y queremos ser consecuentes con dicha elección; sin embargo el quid de la cuestión radica más en la interpretación fiel de dicho mensaje que en otros factores colaterales, porque mientras que para algunos lo importante radica en el cumplimientos de los preceptos establecidos y en el acatamiento de las interpretaciones de que quienes ostentan el poder que Cristo delegó en sus apóstoles, otros, los que apostamos por el "cambio" y vivimos con auténtica expectación el Vaticano II creyendo que aquel maremoto representaría el regreso a los orígenes basando nuestra proyección no en una moral del mal o del pecado sino en una moral que induzca a hacer el bien; la diferencia es ésta, diferencia en ocasiones abismal y que llega a imposibilitar que la expansión del Evangelio llegue a ser el germen de una vida plena, compartida, solidaria y fecunda.
Me imagino que la interpretación de mis palabras llevará a una pregunta, simple y directa, que no es otra que conocer cuál es para mí y para otros muchos cristianos, el mensaje evangélico para, desde ahí, llegar un planteamiento compartido o rechazado; porque si aceptamos que Jesús vino a liberarnos y que Dios nos creo libres admitiremos que la libertad –individual y colectiva– es condición "innata" en el hombre; luego colocaría la justicia, virtud necesaria, aunque no suficiente, para alcanzar la felicidad, el fin último de la vida moral, porque donde no hay justicia, ni siquiera como ideal o como búsqueda, la dignidad de la persona es mera palabrería; tampoco podemos obviar la igualdad que para los cristianos es la puntualización de que ante Dios todos los seres humanos somos iguales y, como colofón, el amor, que se refuerza con "un mandamiento nuevo os doy, que os améis los unos a los otros como yo os he amado".
Posiblemente serán legión quienes polemicen sobre esta exposición, incluso los habrá que lamentarán me haya olvidado de la solidaridad o de la caridad, en realidad no es así, porque no ignoro que la justicia necesita del complemento de la caridad o de la solidaridad porque nadie ignora que a mayor desarrollo social menor grado de humanidad, de ahí que afirme que en donde hay justicia tiene que haber caridad.
La libertad es para mi condición indispensable para el correcto funcionamiento de una sociedad humanizada porque de ella emana el respeto a los demás, la tolerancia y el reconocimiento de que toda alternativa personal tomada libre y responsablemente, es merecedora del respeto ajeno, aunque no siempre se asuma o comparta.
Sin embargo cada una de estas condiciones deben estar cohesionadas, entrelazadas entre sí y "envueltas" en el mayor y más importante "precepto" evangélico, en el amor porque sin amor nadie nos reconocerá como portadores de un mensaje que "amaneció" en Belén cuando el Hijo de Dios se hizo Hombre con las mismas limitaciones de cualquier ser humano, hombre o mujer que saben –sabemos– de frustraciones y de esperanzas, de amor y de desamor, de hambre y de bonanza, de pecados y de virtudes.
Un mensaje aparentemente fácil de recuperar, pero en realidad difícil de llevar a la práctica porque el hombre y la mujer somos barro y éste, queramos o no, está lleno de impurezas, de peligrosas imperfecciones entre ellas las de creernos con capacidad para juzgar al prójimo y exigirle el mismo compromiso social y moral que el nuestro.
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