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La cultura del souvenir está plenamente instalada en nuestra sociedad. Si uno se va de viaje, como mínimo se hace con un imán de nevera o una fotografía. Quien más quien menos conserva una entrada de cine especial, una camiseta con la que triunfó o una moneda extranjera con cierto significado. Son bienes que se reúnen en situaciones, se supone, favorables y agradables. Pero lo de ayer en Chile fue la vuelta de tuerca definitiva al amor por los recuerdos. Mientras en el sofá de casa no eran pocos los que combinaban curiosidad, emociones diversas y esfuerzos mentales para intentar comprender, seguro que sin llegar a lograrlo, lo que se debe sentir en el interior de un gran supositorio metálico subiendo durante un buen rato por una oscura y estrecha gruta, Mario Sepúlveda salía del ascensor individual con unas inagotables ganas de juerga y, ¡sorpresa!, una bolsa llena de piedras del derrumbe que les condenó al largo calvario para repartirlas entre los allí presentes. Hay que tener humor, sangre fría y arrestos para afrontar el macabro ascenso con un peso adicional nada despreciable, que no aportó más beneficio que la posibilidad de hacer una gracia a los de fuera y, cómo no, disponer de un souvenir único de uno de los lugares más próximos al infierno que Sepúlveda, a buen seguro, habrá llegado a conocer nunca. Increíble y estremecedor.