Estos últimos años hemos vivido un auge inmobiliario en Menorca y en el conjunto de Balears. Los inversores, en especial del norte de Europa, y en el caso de Menorca, franceses, han fijado aquí su nueva residencia, temporal o permanente. Las buenas conexiones, el clima y unos precios asequibles en relación con su poder adquisitivo han motivado este crecimiento. Una dinámica que implica unas consecuencias de enorme calado social; y no precisamente buenas. Resulta difícil rechazar algunas ofertas en lo que en apariencia es una magnífica operación.
Sin embargo, por el importe que cobra el residente ya no puede acceder a un inmueble de parecidas características del que se acaba de desprender. La despatrimonialización es una realidad que obliga a sosegar el ánimo y calcular si el brillante negocio actual puede ser la ruina del mañana. Las exitosas compraventas son cada vez más insólitas, el mercado inmobiliario ya no produce los pingües beneficios a los que se habían acostumbrado algunos; ahora la venta de pisos y casas requiere una mayor justificación –respetando siempre la libre decisión de los propietarios– si no se quiere dejar a las próximas generaciones sin el escudo protector que fueron durante siglos. Corremos el riesgo de acabar en el futuro como meros evocadores de su realidad actual.