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Entré en El Roser sin saber lo que había expuesto. Había estado unos días fuera de la Isla y no me había enterado de la nueva exposición; pero acostumbran ser buenos montajes, así que entré sin mirar.

La sala tenía una suave penumbra. Bien. Y, en ese momento, no había nadie más que la persona que la cuida, detrás de un mostrador. Mejor. El montaje de paneles había inutilizado las capillas laterales, presentado un espacio único. En esta pared blanca había siete obras de gran formato con cabezas que llenaban el espacio, con su presencia potente y solemne. Busqué el título de la exposición o de las obras o del artista, para mí desconocido en Menorca. Pero no encontré ningún texto en toda la sala. Así que me dirigí a la persona que atendía. Me informó amablemente de que el artista no quería ni folletos, ni carteles, ni textos, con la intención, decía, de no adulterar la contemplación de las obras. Así que no me quedaba otra opción que enfrentarme sin pistas para comprender la propuesta del autor, el sentido de aquel montaje. La experiencia de caminar sin muletas ni guías, por territorios desconocidos.

Los siete rostros, de más de metro y medio, calculé, están concentrados, serenos, con los ojos cerrados, sobre un fondo de color oscuro, atmosférico; algunos alzan la cabeza, como esperando algo, otro la gira sobre el hombro, como renunciando a algo o atendiendo a otra llamada. Las cabezas están pintadas en una grisalla suave, como si se tratara de estatuas; son rostros anónimos, modernos, bueno de todas las épocas, como si no importara el tiempo ni el lugar, eternos y ubicuos. Podrían ser autorretratos de aquel artista que desconozco, o un hombre universal. Al acercarme a cada uno de estos cuadros descubres dibujadas encima letras, signos a veces matemáticos… como fórmulas de un problema científico indefinido; son como rastros casi borrados de una preocupación, de un pensamiento, de un enigma. Impone mucho su presencia, estar allí, en silencio, en aquella compañía trascendente.

Entonces, descubro en una esquina entre los paneles un acceso a la parte posterior de la sala. Allá detrás no hay rostros sino cuerpos. Pechos masculinos que tienen alrededor unas telas blancas que se abren para mostrarlos. Me transmiten una sensación como de sudarios, o esos cadáveres que salen en las películas en bolsas blancas, o pueden ser telones de un teatro, telones que se abren para mostrar el centro del pecho, el corazón. Todo tiene un aspecto dramático, reforzado por el efecto de una iluminación desde el suelo, como candilejas teatrales.

Al girarme en este espacio descubro una obra que debe hacer más de ocho metros de largo, de un torso desnudo, solitario, sobre un negro intenso.

Y aún me quedaba por descubrir la obra más impactante. En el ábside de aquella antigua iglesia hay una cama de sábanas negras; y sobre la cama, suspendido en el aire, hay un cuadro que representa el busto de una mujer desnuda en un espacio cósmico. Y un cartel que dice «ESTIREU-VOS», invitándote a tumbarte y a contemplar la obra desde allí. Me tumbé. Y desde allí se siente aquella imagen llena de misterio y de sensualidad, que se acerca y se aleja de ti y que conecta con las bóvedas blancas del ábside de la antigua iglesia. Te sumerges en una gran carga erótica y de trascendencia existencial. Amor, sexo, vida y muerte. De repente, lo que era una exposición clásica se convierte en una performance donde vives una experiencia que solo te da lo que has visto y cómo lo has sentido. Genial.

Antes de salir le pregunté a la persona que atendía la sala el nombre del artista. Me escribió en un papelito: Jordi Isern. Más tarde descubrí en un programa el título de la exposición: «ANAGNORISI» y lo anoté en el papelito que me habían dado, con la intención de consultar el sentido de la palabra. Y, de paso, saber algo más en internet de ese tal Jordi Isern.

«Anagnosis» consiste en el descubrimiento, por parte de un personaje, de datos esenciales sobre su identidad, ocultos para él o ella hasta ese momento. La revelación lo obliga a hacerse una idea más exacta de sí mismo y de lo que le rodea. Luego, la instalación de Isern en El Roser intenta representar ese momento de descubrimiento… o provocarnos a nosotros para que lo vivamos. Estaba confuso.

Luego descubrí de Jordi Isern que es catalán, del 62, que busca presentar su obra en espacios potentes, cargados de espiritualidad y de pasado. También ofrecía su web una dirección de contacto. Le escribí. Y esto fue lo que me contestó: «La intuición tiene más poder que el raciocinio. No hay nada peor que un artista que intenta explicar su obra, porque así la está limitando. La visión nos da la información de cosas sagradas, esenciales, sobre las grandes preguntas de la vida, como la existencia humana, el dolor, la eternidad… que es lo que tiene que afrontar el arte. El arte es algo religioso (en el sentido etimológico de re-lligare, de unión). Hay un tipo de conocimiento que solo se transmite visualmente, que es inaccesible a las palabras y que pertenece a un inconsciente colectivo ancestral. Esta es mi propuesta, sin palabras.»