El etiquetado es el primer aspecto a considerar. La normativa actual clasifica los jamones según la pureza de la raza y la alimentación del cerdo, utilizando precintos de diferentes colores. El precinto negro indica un jamón de bellota 100% ibérico, procedente de cerdos de raza pura criados en libertad y alimentados con bellotas. El precinto rojo corresponde a jamones de bellota ibéricos de cerdos cruzados. El precinto verde señala jamones de cebo de campo, de cerdos alimentados con pastos y piensos en régimen extensivo. Finalmente, el precinto blanco se asigna a jamones de cebo, de cerdos alimentados con piensos en granjas intensivas.
El aspecto externo del jamón también ofrece pistas sobre su calidad. Una pata fina y alargada, con pezuña desgastada, sugiere que el cerdo ha tenido una vida activa en la dehesa. La presencia de grasa amarillenta en la superficie es normal y protege la pieza; sin embargo, una capa excesiva puede indicar una alimentación inadecuada. La grasa infiltrada en la carne, visible en el corte, es señal de calidad, aportando jugosidad y sabor al jamón.
El peso y la curación son factores interrelacionados. Un jamón de calidad suele pesar entre 7 y 8,5 kilogramos, con una curación mínima de 24 meses para los ibéricos de bellota. Un peso inferior puede indicar una curación insuficiente, mientras que un peso excesivo podría deberse a una alimentación inadecuada o a una infiltración de grasa excesiva.
El precio es otro indicador relevante. Un jamón ibérico de bellota 100% suele tener un precio elevado debido a su exclusividad y proceso de producción artesanal. Desconfiar de ofertas demasiado económicas es prudente, ya que podrían corresponder a productos de menor calidad o a imitaciones.
La procedencia y la denominación de origen garantizan la autenticidad y calidad del jamón. Denominaciones como Jabugo, Guijuelo, Dehesa de Extremadura o Los Pedroches certifican que el producto cumple con estrictos estándares de producción y calidad, vinculados a su zona geográfica.
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