Cuando tenemos la oportunidad de repasar algunos de los discursos o ensayos que se ocupaban de las tareas o pensamientos de las mujeres en los siglos XVIII y XIX, o se nos presentan los juicios que los varones emitían a ese propósito en aquellas centurias, no podemos menos que caer en la cuenta de lo que ha representado ser mujer en épocas pasadas. Algunos pueden pensar que es mucho lo que se ha prosperado, incluso son capaces de pregonar que demasiado, pero el resultado de doscientos o trescientos años de lucha para llegar al estado actual no es para tirar cohetes. Falta mucho para alcanzar lo que debería constituir la razonable normalidad.
¿Qué le esperaba a la mujer en su vida corriente? Afanarse como una mula en el caso de las familias modestas, como observaba Richard Ford, llegado de Chelsea a Sevilla para recorrer toda España con los ojos muy abiertos: «Las mujeres como los niños trabajan excesivamente en los campos de España, donde el hueso y el músculo suplen la falta de la maquinaria más corriente» (1845). Algo semejante es lo que señala Rosalía de Castro (más conocida por sus versos que por sus denuncias) cuando confiesa lo mucho que le conmovían las innumerables penas de las mujeres: «En el campo compartiendo mitad por mitad con sus hombres las rudas faenas, en casa soportando valerosamente las ansias de maternidad, los trabajos domésticos y las arideces de la pobreza. Solas la mayoría del tiempo, teniendo que trabajar de sol a sol y sin ayuda para mal mantenerse, para mantener a sus hijos y quizás el padre valetudinario» (1880). En los medios burgueses de principios de ese siglo, según lo retrata Emilia Pardo Bazán, «la mujer neta y castiza no salía más que a misa muy temprano. Ocupaba las horas en labores manuales, repasando, calcetando, aplanchando, bordando al bastidor o haciendo dulce de conserva».
Estas observaciones empezaron a calar, muy tímidamente, en la mente de la sociedad gracias a ciertas féminas ilustradas, como Josefa Amar, quien escribió un «Discurso en defensa del talento de las mujeres…». (1786): «Si las mujeres tuvieran la misma educación que los hombres, harían tanto o más que estos. ¡Pero qué diferente es una de otra! A las primeras no se las enseña desde niñas sino a leer y a escribir, y a ciertas habilidades de manos. Se pone mucho cuidado en adornarlas, con lo cual llegan a adquirir un cierto hábito de pensar siempre en la compostura exterior […] Se reprende el sexo en general por su ignorancia; como si esto fuera defecto suyo, y no más presto defecto de la educación y circunstancia en que se halla».
En el Congreso Pedagógico que se celebró en Madrid en 1892 hubo quien tildó el ejercicio profesional como exagerado y hasta perjudicial para la mujer frente a quien osaba pedir que se le concediera el derecho a incorporarse a cualquier clase de carrera profesional, «como un hombre». Algunos participantes proclamaban que cualquier intento de forzar el cambio estaba condenado al fracaso, pues la mujer «jamás podrá ser más que mujer, con sus ingenuidades de niño grande, con su exagerado sistema nervioso, con su reflexión escasa, su coquetería innata y su sentimiento maternal…».
No se trata de posicionamientos que se defendieran en la Edad Media, sino que estamos ante afirmaciones mantenidas con vehemencia hace algo más de un siglo y corroboradas en ocasiones por las propias mujeres, sometidas a las ideas patriarcales dominantes. Pero no nos engañemos: aunque no lo creamos, estas ideas afloran en ocasiones como verdades que deben ser aceptadas sin más.