Me da que pensar y con un pesimismo cada vez más grande lo que leo en los medios o lo que oigo en noticieros.
Y no hablo de Trump, ni de Putin, ni siquiera de las mierdas que saltan día sí y día también sobre lo que «se va descubriendo» de la corrupción en nuestro país, o de los tapujos que se llevan entre todos los partidos políticos y sus representantes... ni tampoco hablo de la inoperancia reiterada de nuestras administraciones a la hora de atender a los ciudadanos.
Hoy quiero hablar de la violencia física que parece va cogiendo día a día más terreno en nuestras calles, en los hogares, en los colegios... una violencia que nos acerca a países donde te da miedo pasear a según qué horas por la calle, o coger un transporte público fuera de horario diurno... una violencia que ves cuando tomando un refresco en cualquier bar, oyes una conversación subida de tono que temes pueda acabar en un puñetazo o algo peor.
Una violencia que debe asustar a más de un padre o una madre al ver salir por la noche a sus hijos que «se van de fiesta».
Una violencia que se ejerce a través de los móviles por «niños» que apenas han salido de la pubertad, o incluso una violencia física de esos púberes que ha llegado incluso a provocar la muerte de un superior.
Por no hablar del silencio o la tolerancia de partidos políticos o la Iglesia ante distintas formas de violencia.
Me pongo enferma, me duele en lo más profundo que estemos padeciendo en nuestra sociedad esta violencia... Y no sepamos cómo acabar con ella.
Quizás deberíamos preguntarnos qué podemos hacer ante esta lacra que poco a poco va «normalizando» situaciones tremendas que incluso «son aceptadas como pasables o no graves» por quienes, si llega el caso, deberían emitir un mensaje de repulsión e intolerancia ante ellas.
Soy partidaria de la repulsa verbal y de actuar frente a ello... no debemos dejar pasar ni un acto de violencia, estamos obligados a reprender cualquier atisbo de esas actitudes que tienden hacia la violencia ya sea verbal o física.
No podemos tolerarlo.