En mis obstinadas visitas al Rastro madrileño tengo la oportunidad de seguir la huella de los libros de otros tiempos y observar las pesquisas de los compradores. Apenas dos puestos ofrecen mercancía proclive al franquismo y al nazismo, donde el pasado domingo destacaba un ejemplar del emblemático ensayo de Hitler, «Mi lucha» (me aseguraron que tiempo atrás no permitían exponerlo, no sé). Lo que abundan son tenderetes con material comunista y anarquista, pero lo que me llamó la atención del último repaso fue el despliegue de obras marcadamente estalinistas. Por allí campaban los cinco tomos de «Stalin el líder», de Jaime Canales; los dos de «Stalin insólito», de Ricardo Rodríguez, o el rotundo «Kruschev mintió», de Grover Furr.
Le pregunté al vendedor si esa biografía del dictador soviético era de carácter crítico y me dirigió una mirada de extrañeza que acentuaba el tono de la respuesta: «¿Crítico de qué?». «No serán todo alabanzas», le repliqué. Se dio cuenta de que era poco convincente su actitud, porque enseguida aclaró: «Bueno, dialécticamente crítica». «Ah, eso es otra cosa», repuse para zanjar el tema sin provocar las iras de aquel prosélito.
Puede que algunos incondicionales no vean defectos en la dirigencia del georgiano al frente de la Unión Soviética y justifiquen el comportamiento que marcó sus actos de gobierno, pero es un hecho contrastado el que señala millones de muertes derivadas de las decisiones que imponía a sus colaboradores, a los que por cierto luego eliminaba con la misma flema. Millones de personas torturadas, ejecutadas, deportadas, sometidas a privaciones que los llevaron ineluctablemente a su desaparición. Un compañero de estas páginas escribía en fecha reciente que el «régimen de terror de Stalin asesinó a más seres humanos que el nazismo». Es algo que no tiene vuelta de hoja.
No se trataba de apartar a los enemigos, sino de imponer un miedo cerval entre la población, porque las detenciones se producían sin razones consistentes, daba manos libres a la tortura y estimulaba las delaciones. Según Alan Bullock, «fue Stalin quien llegó a comprender el valor del terror, no simplemente como respuesta a una emergencia, sino como ‘fórmula permanente de gobierno’» («Hitler y Stalin», 1994, p. 774).
Enemigo puede ser cualquiera, hasta los que ocupan puestos tan elevados como Kamenev o Zinoviev. Sin más se desencadena la Gran Purga en 1937, a la que aludirá con lágrimas de cocodrilo en el XVIII Congreso (1939) cuando pretende rebajar las depuraciones masivas, pero «mientras está pronunciando estas palabras, millones de soviéticos están deportados, miles de comunistas extranjeros son políticamente perseguidos por su propio partido según las consignas de Moscú, tres miembros del Politburó aún esperan ser ejecutados (Eikhe con las costillas rotas y mal soldadas después de la paliza), Yakolev fue fusilado durante el congreso…». Lo cuenta el comunista Vázquez Montalbán (»Moscú en la revolución», 1990, p. 206).
Las investigaciones históricas abonan sobradamente estas lacras de las que se habla poco, pero también novelas y reportajes. Dos autores destacan en la descripción de la barbarie que se implantó en la Unión Soviética, en esos terribles años que van entre 1924 y 1953, cuando Stalín consolidó su poder y lo ejerció de forma brutal. Aleksandr Solzhenitsyn, con «Un día en la vida de Iván Denissovich» (1962) y «Archipiélago Gulag» (1973), sabe de lo que habla después de haberlo sufrido entre 1945 y 1956. Como también soportó castigos Vasili Grossman por el contenido de «Vida y destino» (1985) o «Todo fluye» (2008). Vale la pena volver a ellos.