No existe empresa privada que conserve en su plantilla a un trabajador si este no trabaja, es decir, a un empleado que no produce dentro de los límites razonables en función del cometido para el que fue contratado.
Si se da ese caso, el despido será la inevitable consecuencia de su desempeño poco o nada profesional, salvo que existan otras circunstancias que puedan justificarlo. Ese es el destino de quienes ejercen la haraganería por sistema.
Este desenlace de aplastante lógica no es el mismo al que lleva la inacción sostenida de algunos funcionarios públicos, tampoco el de ciertos políticos electos o parte de quienes integran la relación de cargos intermedios que disfrutan de sueldos generosos desde una posición menos expuesta.
Quien ganó su plaza en propiedad, vía oposición o a partir de un proceso de consolidación, por procaz que sea su comportamiento, va a mantener empleo y sueldo independientemente de su productividad. Lo mismo sucede con el político electo durante los cuatro años de su mandato o incluso más, dependiendo de su capacidad para el engaño.
El caso más delirante que se recuerda en la Isla desde la vuelta de la democracia lo protagoniza la consellera de Vox, Maite de Medrano. A partir de su discutible práctica laboral, plagada de ausencias y vacía de iniciativas, solo cabe preguntarse por y para qué concurrió a las elecciones si no iba a cumplir con el encargo de quienes la votaron. La respuesta, aparentemente, es que le interesaba poco más que la asignación salarial que le reporta su condición de consellera y la de concejal de Ciutadella. Se trata de la desfachatez elevada a su máxima potencia que no solo daña su imagen, sino que salpica a la de la maltrecha clase política, sin que suponga una injusta generalización, y hurga en el descrédito que acompaña a su partido, precisamente desde los últimos comicios.
Personal que se escaquea lo hay en todas partes pero el descaro debería tener límites.