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Te abandonó, súbitamente, tras treinta y seis años de fidelidad. Aunque deberías de haber intuido que algo comenzaba a ir mal al observar la ictericia de su cuerpo. Cuando se la llevaron, uno de los empleados –que os conocía a ambos– esbozó un consuelo torpe: «No encontrarás ya a nadie como ella». Y tenía razón, una doliente razón. Desde su partida, cuando regresas a casa, asimilas mayormente la rabiosa verdad y belleza que contenía el título de una infravalorada novela de Mercedes Salisachs: «El volumen de la ausencia». Si pudieras, si tuvieras poder y/o dinero (ambas cosas suelen ir emparejadas), sobornarías al Ayuntamiento para que la declarara Hija Ilustre de Mahón, a sabiendas de que no desentonaría en esa galería. O, en su defecto, le dedicarías una rotonda…

Era discreta. Trabajadora. Silenciosa. Menos cuando se metía en faena. Habría sido una inmejorable presidenta del Gobierno porque permanentemente se empecinaba en lavar los trapos sucios. Tenía soluciones para todo, algo que la hubiera incapacitado para lo mentado. ¡Valga la contradicción! No le hacía ascos a nada. No obstante, su relación con las nuevas generaciones no era –perdonen la iteración verbal– especialmente satisfactoria. ¡La envidia tiene esas cosas! Los/las jóvenes, con unos valores totalmente opuestos a los suyos, la envidiaban por su innegable fortaleza y longevidad.

Aunque tenía también -¡natural!- sus defectillos (¡perdóname, cariño, pero la muerte, en contra de lo que otros, hipócritamente, proclaman, no confiere santidad!) ¿Qué defectillos? –se preguntará–. Se ajustaba, por ejemplo, a una rutina severa que repetía incesantemente. Se enrollaba en demasía. Le daba excesivas vueltas a las cosas. Y –he ahí lo más imperdonable– su racismo constituía, desgraciadamente, una de sus más inequívocas señas de identidad. Así, creía que los blancos merecían un trato especial y no tenían que mezclarse con otras razas, con otros colores. Curiosamente, y a pesar de esas convicciones, jamás votó a la ultraderecha. Ni a la ultraderecha ni a cualquier otro movimiento desmelenado. Tal vez porque le encantara lo suave, lo terso, lo agradable al tacto…

Antes de que la sacaran de tu hogar le diste un beso de despedida, apasionado y, a la par, agradecido.

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¡Te había facilitado tanto las cosas!

- Con ella se ha ido una manera de entender el mundo, caracterizada por la creencia de que lo importante es el prestigio personal, la tarea bien hecha y no el rendimiento económico –te dijo Manuela cuando vino a consolarte–. ¿Por qué siempre se van los buenos? ¿Por qué ella y no Trump o Putin o…? –añadió, cabreada–.

¿Su nombre? De ella solo supiste, precisamente, eso: su nombre. De hecho, jamás conociste a tus suegros, aunque los jodidos hicieron una obra de arte. Puede que sea impropio mentarlo. O que esté incluso prohibido. Por aquello de la publicidad. Pero… Se llamaba «Aspes» y –lo puedes asegurar– era una magnífica lavadora…

* * *
P.S.- A mi vecino Juan Sanchis Moysi, en agradecimiento por sus aportaciones y sugerencias a este artículo, las que surgieron en una divertida conversación, mientras tomábamos un café improvisado y la vida –en ese momento– no sabía de otras cosas, menos agradables…