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Conocí a Miquel Colom hace más de quince años. Acababa el verano. Yo vivía en Vía Alemania, justo enfrente del Joan Alcover. Descongelaba la nevera. Escuchaba el chasquido de los pegotes de hielo cayendo al piso mientras leía «Ácido sulfúrico», de Amelie Nothomb, por aquel entonces una de mis autoras preferidas. Por si las moscas, en la recámara tenía una novela de Walter Mosley. En el disco duro de mi ordenador vegetaba una novela policíaca de mi propia cosecha titulada «El último trabajo de Germán Cárdenas», que publicaría cuatro años después. Perseguía libros de segunda mano en librerías de viejo y mercadillos de fin de semana. Me encantaba el color sepia de sus páginas y la fragancia a pergamino de su interior. Aumentaba el grosor de mis bíceps en el gimnasio Body Power. Llevaba en brazos al veterinario a un perro llamado Max, mezcla de pastor belga con border collie, muy enfermo, semana sí, semana también. Me costaba un mundo reunir unos euros para tomar unas cervezas en la plaza de los Patines. Todas las noches soñaba con huir. También durante el día.

Entonces mi abogado, Alfonso Dicenta Quiroga, me telefoneó. Mis delitos no habían prescrito. Me dijo de carrerilla y alegre: «Te voy a presentar a un tipo que te caerá bien. Le encanta autodestruirse». En un primer instante pensé que hablaba de mí mismo. Pero no era así por un simple motivo: yo no me caería bien a mí mismo en ninguna circunstancia. Se trataba de Miquel Colom, empleado en una decadente librería de la calle Bartolomé Pou que se caía a cachos. No sé si contesté. Escuché como un lingote de hielo se destrozaba contra las baldosas. Observé la portada de la novela que leía. Nothomb parecía una loca de atar. Yo solo buscaba una salida de emergencia mientras una invisible navaja rozaba las venas azules de mi antebrazo izquierdo. Luego supe que Miquel también buscaba sin cesar salidas de emergencia. Eso une. Y consume.