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La quiet ambition o ‘ambición tranquila’ define a muchísimos jóvenes de hoy en día. Son jóvenes que priorizan el equilibrio vital a la voluntad de superación personal. Prefieren vivir sin estrés -dicen- con horarios flexibles, posibilidad de trabajar a distancia y tiempo de ocio.

Me parece un retrato irreal de una vida imposible. Si has estudiado, si estás preparado, si tienes una formación que te convierte en un privilegiado de la vida, ¿por qué no te interesa trabajar duro? ¿Por qué no tienes aquella ambición sana que ayuda a mover el mundo y a mejorarlo?

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Me molesta oír que imberbes de veinte años dicen que «necesitan un año sabático». No he sentido nunca esa necesidad, aunque me guste la buena vida como al que más.

En una época en que el tiempo de estudios se alarga para muchos, con la posibilidad de hacer másteres, posgrados o estancias en el extranjero, tiene que llegar un momento en que demos el salto al vacío y decidamos ser adultos. Eso significa buscar un trabajo y comprometernos con lo que hacemos. Eso quiere decir ponerse las botas y empezar a caminar trazándose un futuro. No existe la ambición tranquila, porque la ambición en el mejor sentido del término implica arremangarse, coger el toro por los cuernos, dejar la pereza a un lado, y devorar con entusiasmo la vida.

Los jóvenes que han crecido entre algodones no lo saben. No quieren renunciar al deporte diario, a sus mil hobbies y aficiones, a socializar. Ignoran que el éxito se suda, que no viene por un golpe de suerte. A ellos ya les ha tocado una lotería: poderse formar. Ir a la universidad, no tener problemas para acceder a la formación, viajar… es privilegio de unos pocos. Cuando se te ha dado mucho, tienes que devolver algo: primero a la sociedad, ejerciendo tu profesión, después a ti mismo, construyéndote un futuro. No queremos una generación de Peter Panes egoístas e inmaduros, incapaces de asumir los retos de la vida adulta, expertos en la falta de esfuerzo y en la elección de vidas grises.