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«Se desvanecen en suma como por arte de magia los pulcros modales, el rigor y la integridad»

La persona común, sin instintos perversos, vivaz o sombría, se desplaza por la calle con un automatismo prefabricado, sin importunar a nadie. Es un ejemplo de civismo. Ni roba ni engaña ni es descortés. De aquí este adagio popular que dice: todo el mundo es bueno. Sin embargo, durante la jornada, al menos en tres ocasiones, en el entorno laboral, social o familiar suele saltar el dispositivo y transformarse como el afable doctor Jekyll en míster Hyde. Tal transformación sobreviene al tropezarse con algún conocido, subalterno en el escalafón laboral o social, y abanica ostentosamente su plumaje de pavo real; o profiere una vehemente respuesta, innecesaria, a alguien del entorno familiar; o pone el gesto hosco sin motivo alguno por carecer de empatía con un interlocutor; o da largas groseramente a la sensualidad, etc.

Se desvanecen en suma como por arte de magia los pulcros modales, el rigor y la integridad. No somos, verdad, conscientes de que con estas transformaciones adulteramos la calidad personal. Si el Universo nos examina no fiscalizará desde luego nuestro impecable modelo urbano sino el número de veces que míster Hyde se apodera de él. En la primera etapa de la vida, atravesando la fase estética y la fase ética, el automatismo no se traba tan a menudo como en la tercera fase, jubilatoria, cuando cierto instinto de casta nos insta a rebajarnos a la altura de un interlocutor, a contener alguna inapropiada respuesta, a rebajar el erotismo, a comprender finalmente al cónyuge, etc.

Es el ingreso del ser humano en la fase religiosa: la propensión a extender el civismo hasta los confines del espíritu y a religarlas con las posibles mareas universales de otro mundo, nada inverosímiles, desde luego. No ingresan todas las personas sin embargo de hecho en la fase religiosa. La admisión requiere el seguimiento de algunas pautas. Se debe militar antes en la fase ética..., porque muchos se quedan varados en la fase estética...y dar el salto de esta a la religiosa es prácticamente imposible. Entre el sol de la estética y la sombra de la religión está la penumbra de la ética: un proceso que algunos, por sus cimientos, por su educación, por su trayectoria, por su indolencia, no están en grado de transitar, inhabilitados lamentablemente como están a reflexionar sin moral. De todos modos la mayoría de las personas transita por la fase ética y, pasito a pasito, acercándose al momento crucial de la muerte, recorre el tramo que va de la periferia de su personalidad al centro del espíritu.

En la fase religiosa la persona no entra de todos modos en una iglesia, se lo impiden sus cimientos educacionales y psicológicos. Remeda pues en solitario los descosidos de su yo. Procura ensalzar el espíritu a la par que su cuerpo enflaquece. Rebaja la presencia de míster Hyde en su vida, y en su mente parpadea la universalidad, no por el repique de campanas de las religiones tradicionales sino, como diría Kant, por un sonido que resonaba ya adentro, a priori, el día de su nacimiento.