Compartir el coche para ahorrar gastos no es un invento de ahora, siempre se hizo entre compañeros de estudios o de trabajo, conocidos que coincidían en hora y destino. Al calor de internet en 2006 se lanzó la comunidad de viajes compartidos de confianza, como se autodefine Blablacar, que consiste en hacer lo mismo que tiempo atrás pero entre desconocidos, con la seguridad que da la plataforma.
Ahora cobra fuerza en las Islas otro sistema, el carsharing o uso compartido de un coche, que no del trayecto, y están entrando en el negocio los particulares, poniendo a disposición el vehículo que no usan para sacarse un dinero.
Esto de la economía llamada colaborativa se sabe cómo empieza pero no cómo termina. Y los inicios siempre se dulcifican con el mismo discurso: el buen rollito entre quienes prestan el servicio y el usuario; el gancho ecologista de que circularán menos coches y se contaminará menos; y como guinda se liberarán aparcamientos.
Así, como algo inocuo, empezó el alquiler turístico y se ha desmandado de tal manera que todo el mundo quiere participar del pastel y no hay forma de que las viviendas vuelvan al circuito del arrendamiento para los residentes. Algunos de los que practican este modelo de coche compartido ya apuntan por dónde va la historia, y da qué pensar: rentan un coche Opel Corsa y ellos manejan otro de alta gama que se paga con el alquiler del utilitario; se plantean alquilar dos más en su ‘flota’ particular porque la demanda es alta y es «una buena inversión y un buen modelo de negocio». Todas las bondades iniciales fracasan, para el colectivo se entiende, en cuanto entra en juego la avaricia humana. Lo que verdaderamente urge es que finalice ese estudio de carga de las carreteras menorquinas que prometió el Consell y que se tomen las medidas para controlar y limitar si es necesario, como hacen otras islas, la invasión de coches de cada temporada.