Observo con curiosidad periodística y notable sobrecogimiento ciudadano la lenta y majestuosa ascensión del helicóptero presidencial que se lleva a Joe Biden hacia los escondrijos de la historia mientras su enemigo mortal, su némesis Donald Trump, se relame con los frutos de su indiscutible y apabullante victoria. La curiosidad periodística me mantiene aferrado a los medios de comunicación tradicionales, aquellos que cuentan con una amplia red de corresponsales y una empresa sólida y acreditada detrás como soportes de un periodismo de calidad, lejos del enjambre de unas redes sociales y plataformas de dudosos orígenes y sospechosas prestaciones que me provocan sarpullidos.
El sobrecogimiento ciudadano me sobreviene cuando bajo la vista a tierra y veo vociferar amenazantemente al nuevo-viejo presidente de pelo anaranjado, que representa la antítesis de los ideales políticos que trufaron los sueños de varias generaciones de europeos, una vez desembarazados aquí de la caspa política del régimen autoritario surgido de una cruel guerra civil. Más tarde fuimos muchos los ingenuos que creímos a pies juntillas la teoría del «fin de la historia» del sociólogo norteamericano Francis Fukuyama, que auguraba el triunfo definitivo del libre mercado y la democracia tradicional. El sueño de una suiza planetaria por fin materializado, fin de la historia, ¡cuán equivocados estábamos!
Viendo los fastos pseudo monárquicos de la jura de Trump y su cohorte de plutócratas, alguno de ellos francamente grotesco, se me viene el alma a los pies. Salvo un más que improbable ataque de seny, Trump pondrá en marcha su programa de máximos, aderezado ahora con propuestas tan estrafalarias como cambiar el nombre al actual Golfo de México por el de América, comprar (o invadir, al estilo putinesco) Groenlandia, asimilar Canadá al imperio norteamericano o controlar el canal de Panamá, promesas que se añaden al comodín de la guerra sin piedad a la inmigración, con la inquietante apelación a las deportaciones masivas, denunciadas valientemente en la cara de Trump por la obispa de Washington.
Nos encontramos ante una ofensiva planetaria del conservadurismo más asilvestrado que formalmente respeta los usos y formas democráticos, pero en cuanto accede a cotas de poder saca a la luz su verdadero rostro iliberal, cercenando conquistas sociales. Referentes señeros de esta peligrosa deriva serían las maniobras por colonizar el poder judicial que puso en práctica Trump al final de su primer mandato con los nombramientos vitalicios de jueces afines que empezaron sus hazañas restringiendo, como aperitivo, el derecho al aborto.
Más allá del esperpento de las propuestas sobre Groenlandia, Panamá o Canadá, hay asuntos cruciales que son mucho más perturbadores, como la salida de Estados Unidos de la OMS y muy especialmente del protocolo de París sobre el cambio climático que establece medidas para la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero. Aquí nos salimos del territorio de lo opinable para entrar en lo científico y es donde los Trump, Mileis y demás patulea negacionista son dramáticamente peligrosos, porque ignorando las recomendaciones científicas nos jugamos el futuro del planeta.
Un último aspecto, pero no por ello menos importante, es la entronización de la horterada como norma suprema de la política-espectáculo, mejunje que observo perplejo en la jura de Trump, en la que la proclama descarnada se enseñorea del discurso(?) presidencial, repleto de frases llamativas pero vacío de propuestas dignas de tal nombre, más allá de «derogar el bidenismo». En esto se parece bastante a la política española, donde «derogar el sanchismo» se ha erigido en el santo y seña de la oposición, sin que se sepa que qué quieren hacer con el país más allá del mantra de la bajada de impuestos y la promulgación de una enmienda a la totalidad del perverso sanchismo.
Mucho me temo que la actual situación sea algo más que una rutinaria y sana «alternancia en el poder» para transitar hacia un cambio de época de inquietantes consecuencias.