Un simple vistazo a los periódicos basta para saber que la vivienda es hoy un problema público urgente en España.
La buena marcha de los datos macroeconómicos (alabada por «The Economist» y organismos internacionales como el FMI y la OCDE) no tapan una realidad cada vez más palpable: la crisis de la vivienda está socavando el bienestar de las familias españolas. Según el último informe de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social en el Estado Español, en 2023, pese a que mejoraron los datos de empleo y los salarios, el 48,7 % de la población española tenía alguna dificultad para llegar a fin de mes, 0,9 puntos más que en 2022. De hecho, el ministro de Derechos Sociales, Pablo Bustinduy, reconocía recientemente que «la crisis de precios de la vivienda se encuentra detrás del hecho de que los grandes avances macroeconómicos, laborales y sociales no hayan conseguido permear como debieran hacia las mayorías trabajadoras en España». De poco sirven las subidas salariales si éstas son absorbidas por los precios de la vivienda y van a parar a los bolsillos de los rentistas.
Según la Ley de Engel, los hogares de menores ingresos gastan una mayor proporción de sus recursos en bienes esenciales, tales como alimentos o alojamiento. Si los incrementos de los precios de los bienes esenciales superan persistentemente los aumentos de otros precios, los hogares más pobres enfrentarán una mayor disminución relativa de su poder adquisitivo. Eso es lo que está ocurriendo en España: Aunque la capacidad de muchos hogares españoles para comprar televisores o disfrutar de entretenimiento virtual haya crecido en términos absolutos y relativos, su capacidad de destinar un porcentaje mayor de sus ingresos al ahorro o a consumo de bienes y servicios superiores se ha visto constreñida por el aumento relativo y sostenido de los precios de los bienes y servicios esenciales (principalmente alimentación, energía, servicios públicos y, sobre todo, alquiler). Que un sector rentista de la población se apropie de una considerable parte de los ingresos de la gente tiene efectos adversos sobre el consumo y, consecuentemente sobre la inversión. De momento, el crecimiento del empleo parece impedir que el consumo agregado se resienta; pero es cuestión de tiempo que lo haga. Lo que sí estamos presenciando ya es un malestar social que hace que se cuestione la legitimidad de los sistemas democráticos occidentales.
Una crisis como la que afronta España plantea la cuestión de qué exige la justicia en lo referente a la vivienda. El artículo 47 de nuestra Constitución declara que todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada, y atribuye a los poderes públicos la obligación de promover las condiciones necesarias y establecer las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho. Sin embargo, no existe todavía una ley de desarrollo del «derecho» a la vivienda. Por tanto, no hay instrumentos a través de los cuales se pueda exigir su cumplimiento, y éste queda relegado a una mera aspiración sociopolítica (de algunos sectores de la izquierda). Es decir, el derecho a la vivienda no es un derecho «de verdad». Dada la situación en la que nos encontramos, quizá sea el momento de sentar las bases para que el derecho a la vivienda sea un derecho «de verdad».