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Hace días que se escucha mucho ruido en las redes sociales, proveniente de cuentas de extrema derecha, que desvelan oscuras tramas de prostitución infantil en Gran Bretaña que, de alguna manera, salpicarían al hoy primer ministro, Keir Starmer. El asunto es especialmente sucio, porque implica a redes de paquistaníes que explotan a niñas inglesas captadas en los centros de protección de menores. Nada que nos suene demasiado alejado. El runrún se mantuvo a niveles casi subterráneos durante días, hasta que el mismísimo Elon Musk se hizo eco del asunto y este adquirió tintes masivos, impulso que aprovechó para denostar al político laborista y exigir elecciones legislativas inmediatas en el Reino Unido, cuando se han celebrado hace seis meses. Ante este tipo de revelaciones nunca se sabe. Parece cierta la existencia de esos sucesos -algo repugnante que se repite de forma periódica en distintos puntos del planeta, evidencia de lo extendida que está la cultura de la violación- y, tal vez, que al tratarse de un colectivo «delicado», los medios hayan sido cautos en el tratamiento de los hechos. Desde que la ola de lo políticamente correcto barre el mundo desarrollado han desaparecido de las informaciones periodísticas infinidad de palabras que antaño matizaban las noticias y hoy las dejan a medias, como la nacionalidad o el origen de los delincuentes. Es una táctica para evitar peligrosos brotes de xenofobia o racismo, que fácilmente pueden salirse de madre. Lo hemos visto hace poco en Inglaterra, donde hordas de ultraderechistas enarbolando antorchas se lanzaron a quemar edificios donde se da alojamiento a refugiados extranjeros y las fuerzas del orden apenas fueron capaces de someterlas.