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Solo los escandalosos precios de los alquileres y las viviendas pueden revertir el éxito de las ciudades desde que Çatal Hüyük, considerado el asentamiento humano más antiguo del mundo, abrió sus puertas hacia el 6.700 antes de nuestra era. A partir de entonces, las urbes han ejercido su gran poder de atracción y un 56 por ciento de la población del planeta vive en alguna de ellas. La ONU estima que dentro de 25 años absorberán al 70 por ciento de los terrícolas.

Son muchas las razones que se han dado para explicar este éxito, principalmente económicas, pero también las hay sexuales (más facilidad para encontrar parejas), para contentar así tanto a Marx como a Freud.

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Existe también otra explicación que detalla muy bien Juan Gómez Bárcena en su libro «Mapa de soledades». Se trata de la posibilidad de huir de los prejuicios de las pequeñas comunidades.

«Cuando llegué a Madrid a los veinte años –escribe Gómez Bárcena– encontré un lugar donde, no siendo nadie, podía decidir quién era: donde podía desembarazarme de la máscara que me habían puesto otros. Y eso ha significado Madrid para muchos de mis amigos y conocidos: una especie de cesura, de tregua, un borrón y cuenta nueva».

Los pueblos pueden ser lugares maravillosos, donde la vida es más natural y sencilla, pero a veces sus habitantes están condenados a cargar no solo con sus propios errores y faltas (reales e imaginarias) sino también con los de sus padres y familiares. El anonimato de la urbe es entonces la mejor vía de escape.