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La progresiva subida del salario mínimo ha provocado que decenas de miles de empleadas del hogar y de trabajadores del campo se hayan ido al paro. Está claro que una familia media, que hasta ahora contaba con la ayuda de una asistenta a precio de ganga, no podrá mantenerla si sus condiciones laborales mejoran hasta ciertos niveles. Lo mismo es aplicable a cualquier oficio de los tradicionalmente mal pagados. Y esto, que es un drama para esa familia que se queda sin chacha y para el agricultor que no consigue mano de obra barata, no es más que un indicativo de que seguimos siendo un país a medio desarrollar. Porque hay miles de negocios que, en el fondo, no son rentables y solo se sostienen a base de esclavizar a sus empleados o de mantener la subsistencia con tal de cotizar suficientes años para que el propietario logre acceder a una pensión cuando llegue a la edad reglamentaria. Esa es la realidad.

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Lo que no se puede consentir –como quisieran muchos empresarios– es liberalizar los salarios, rebajar los despidos y minimizar las cotizaciones con tal de seguir contando con una plantilla de obreros de bajo coste que serán incapaces de sobrevivir en la jungla económica en la que se ha convertido este país. Es un problema gordo, desde luego, pero lamentablemente tendrán que echar el cierre las empresas insostenibles y tendrán que despedir a sus empleados quienes no sean capaces de pagarles un salario digno y garantizar su vejez con elevadas cotizaciones. Así funciona un país desarrollado. La gran empresa encontró el chollo de la deslocalización hace años, llevándose el trabajo a países miserables, pero los que quieren seguir aquí deberán hacer los deberes. O quebrar, con todas sus consecuencias.