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La veo recluida en el cajón. No la echo de menos, pero le rindo homenaje... En la sesión navideña de la ‘RAE’ (Reunión de Adictos a la Escritura) auspiciada por «Es Diari», colegí que, excepto los articulistas más jóvenes, los antiguos, guiados por el decano Joan Quetglas, éramos adeptos de las viejas máquinas. En la posguerra, como recordarán los de mi quinta y oficio, había que tañer las teclas con arrebato, en especial si se utilizaba papel carbón para hacer copias. De hecho, a los que sin método aprendimos a escribir en aquellas añejas Olivetti, todavía hoy se nos nota en el modo impulsivo de aporrear los suaves teclados de los ordenadores.

Lo que uno tecleaba entonces, más que quedar escrito, quedaba sellado con la solemnidad de un grabado sumerio. Era un braille, admitan la metáfora, que revelaba aspectos sutiles de la relación del pasante con el texto: las letras pulsadas sin convicción aparecían de color tenue; las más rotundas, como esculpidas por ley mosaica; y, el punto final, perforaba el folio sin clemencia. Luego, las enmiendas con boli negro o azul, según la cinta, o con típex, que no distraían el error ortográfico, parecían secuelas de cirugía menor, con sus puntos de sutura, resultado de ese desafío que era escribir pasaderamente un texto administrativo o creativo. De ahí que esa relación íntima que se forjaba con la máquina de escribir se tasara como un registro de gozos y sombras, con los guiones largos del copista...

¡Feliç Any Nou!