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Vivimos tiempos en los que la política ha encontrado en la inmigración un bastión al que recurrir cuando la creatividad se agota y los argumentos se desvanecen. Es el eterno comodín, la carta marcada que nunca falta en la partida de los discursos vacíos. ¿Un incidente destacado? ¿Una crisis que movilice a las masas? No importa, siempre habrá un ‘otro’ al que culpar. Y así, bajo la máscara de un ‘debate’ sobre inmigración, se destila racismo o, peor aún, se fabrica un caldo para provocarlo.

Pero no nos engañemos: lo que tenemos entre manos no es un debate. Es una grotesca pantomima que ignora los pilares esenciales de la cuestión: humanidad, convivencia, mano de obra. El absurdo del enfrentamiento ‘inmigración sí o no’ es una de las mayores victorias del sector de la ignorancia extrema y los bulos. Han logrado imponer un marco en el que no importa el rostro ni la historia de quien cruza fronteras. Solo importa la polarización: blanco o negro, bien o mal. Y mientras tanto, nosotros, atrapados en su juego, discutiendo como piezas de ajedrez movidas por la manipulación.

La historia no será amable con esta era. Seremos recordados como la generación que permitió que el Mediterráneo se convirtiera en una tumba. Más muertes que cualquier guerra contemporánea, y sin embargo, no hay monumentos, no hay minutos de silencio. Cada cuerpo que desaparece en sus aguas parece diluirse también en nuestra conciencia colectiva.

En lugar de actuar, seguimos viviendo al ritmo de la extrema ignorancia, consumidos por nuestras propias batallas internas y nuestros miedos. Nos alejamos más y más de la esencia humana, de la capacidad de convivir y construir juntos. ¿Es este el legado que queremos dejar? Una humanidad deshumanizada, incapaz de mirar más allá de su burbuja.

La inmigración no es un debate. Es una realidad, una constante, un flujo que ha moldeado civilizaciones enteras. Las personas se mueven. Lo han hecho desde el principio de los tiempos, por hambre, por miedo, por esperanza. Negarlo no detendrá las mareas humanas, pero aceptarlo, comprenderlo y actuar con responsabilidad podría salvarnos de ser recordados como la era más ciega y sorda de la historia.

El verdadero desafío no es la inmigración. Es nuestra capacidad para recuperar algo tan básico como la humanidad misma. ¿Seremos capaces? Ojalá. Pero el reloj sigue corriendo y las aguas siguen reclamando vidas mientras nosotros seguimos mirando hacia otro lado.