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No querría aparecer como un pesimista obstinado, pero seguir el hilo de las burlas, improperios, recriminaciones, denuncias y condenas que los políticos reciben o se dirigen entre sí (me refiero ahora al ámbito nacional) causa en el ciudadano una sensación de estar a merced de unos individuos que no merecen la confianza que les hemos otorgado. No digo todos, pero sí los que son «carne de telediario», porque cada día, voluntaria o forzosamente, pasean sus miserias por las distintas cadenas, hasta provocar tal cansancio en la audiencia que nos falta tiempo para apretar el botón de cierre o buscar un documental de fauna salvaje.

La política debería basarse en el esfuerzo por procurar el bien común, elemento de cohesión y avance, por encima de los intereses personales o partidistas (perdón por la elementalidad de este planteamiento, pero no vamos a entrar en sutilezas). A decir verdad, en estos momentos, ¿alguien se siente representado por una clase que asegura haberse empeñado en llevar a cabo esta misión? Puede que haya gente de tanta bondad que domina en ellos la comprensión y la indulgencia, pero miro a mi alrededor y los comentarios que me llegan son tremendamente adversos. ¿De qué es sospechosa esta coincidencia? De que, desde una mirada que aspira a ser objetiva, se percibe el embarrado que provocan los que se hallan en el poder y los que aspiran a ocuparlo, los grupos mayoritarios y los que apenas hallan respaldo. Máxima apetencia, alcanzar el poder y mantenerse: a estos fines se sacrifican convicciones y principios éticos, sin importarles entrar por caminos vedados. Cualquier medio es bueno para llegar a los fines que se proponen.

Esta situación produce un malestar creciente, el alejamiento ante una clase que no les representa, una sensación de cansancio y desprecio… en fin, todo lo contrario de lo que debería suceder, porque bien sabemos que si ocupan estos puestos es porque han sido nuestros votos les que les han aupado. También nos entristece el hecho de constatar que somos nosotros los que hemos fracasado, al dar nuestro apoyo a quienes probablemente no se lo merecían. «Hace tiempo decidí no votar -nos decía un amigo-, porque no merece la pena perder el tiempo con quienes estoy seguro de que me van a defraudar». Y me estoy refiriendo a gentes que pusieron su granito de arena para traer la democracia, convencidos de que era lo mejor que podíamos tener.

Decepciones por todas partes. Un antiguo ministro franquista, Fernando Suárez, afirmaba que «de un generalísimo que solo respondía ante la Historia hemos pasado a media docena de césares que no responden ni ante sus respectivas y sumisas clientelas». El desencanto viene de lejos, aunque pareciera que los años curarían esta lacra. El diccionario de Rico y Amat (1855) asegura que «los desengaños abundan mucho en política por la sencilla razón de que toda ella es pura engañifa. ¿Qué programa ministerial no ha producido desengaños? ¿Qué oposicionistas no ha chasqueado a sus adeptos, cuando ha subido al poder? ¿Qué elector no se ha engañado respecto a su representante?».

No hay que claudicar, pese a todo. Que la situación sea francamente mejorable no significa que debamos conformarnos con lo que tenemos, sino empujar con fuerza para acabar con este desbarajuste. ¿Dónde están esos líderes íntegros, respetables, eficaces, que encuentran soluciones a los problemas y no a la inversa? ¿Esos a los que llamamos estadistas?