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Las nuevas tecnologías, que cada vez son menos nuevas y más aburridas y cansinas, nos han demostrado que tienen sus cosas buenas y sus cosas malas. Si sueles frecuentar este coto privado de ideas sabrás que algunas ya las he comentado y las he cuestionado por aquí porque soy una de esas personas a las que según qué cosas le aterran. Una de las primeras reflexiones que me encontré y que me hizo reflexionar, en su momento, fue un meme (así se llaman los chistes en las redes sociales) que decía «Instagram te hace creer que sabes hacer fotografías, Facebook te hace creer que tienes amigos y Twitter (ahora se llama ‘X’) te hace creer que lo que dices le importa a alguien». Curioso, ¿o no? Ahora podríamos añadir que Tik Tok te hace creer que sabes bailar.

Es precisamente la de ‘X’ la que hoy me llama especialmente la atención. Una de las cargas ligadas a esta y a otras redes sociales es la de alimentar el ego del que escribe hasta el punto de que crea que lo que dice le importa a alguien. Estas plataformas se han transformado en una especie de altavoces que expanden cualquier mensaje mucho más que cuando, nuestros antepasados, se ponían en una plaza a compartir sus movidas.

Y claro, hay una parte importante de la sociedad que está en búsqueda constante de la viralidad, de convertirse en tendencia con lo que sea que quiera decir y que su mensaje llegue a millones de personas, demostrando que le importa mucho más llegar a mucha gente que la calidad de lo que quiera compartir. ¿Y por qué digo esto?

Porque tener libertad de opinión no implica que tengas razón. Por mucho que le cueste entender a aquellos que son capaces de ponerse delante de una cámara a soltar su mensaje con pose seria, discurso con pausas dramáticas y sobreactuación a veces nauseabunda. Que tú digas una cosa no significa que tengas razón. Tienes derecho a opinar, siempre que esté dentro de los derechos de otra persona, pero que opines no te otorga una razón absoluta. Te da la oportunidad de convencer a alguien o a más de uno, pero nada más.

En mi caso, por ejemplo, suelo escribir sin ningún tipo de aspiración más allá de que sonrías en algún momento. No intento convencerte de nada ni tampoco escribo intentando tener la razón. Los algo más de 2.500 caracteres que tiene esta columna a veces me resultan un suplicio y otros días se llenan en menos de 5 minutos. Estoy convencido de lo que escribo como también lo estoy de que no necesariamente tengo razón. Ni lo busco, ni lo quiero.